Sin ningún informe estadístico, por lógica, se deduce que en una dictadura hay más políticos corruptos que en una democracia. Que haya políticos corruptos en una democracia es malo; que la mayoría en la sociedad piense que todos los políticos son corruptibles es grave. En nuestra democracia se han dado casos de corrupción en todos los partidos, y todos dicen que hacen lo posible por combatir la corrupción, lo cual no es cierto, y esa es la premisa para las corruptelas.
La corrupción tiene que ver más con la profesionalización de la política que con el número de políticos. En España hay menos militantes que en otros países del entorno y más ciudadanos cabreados con los políticos que se suben sus propios sueldos. Que la política esté aquí mal pagada propicia que se dediquen a ella individuos sin vocación de servicio público, menos escrupulosos y, por lógica, más corruptibles.
Muchos calientan banquillo en las organizaciones juveniles de los grandes partidos y esperan a que estos les resuelvan la vida, en vez de buscarse la vida fuera. Las nuevas generaciones y las juventudes forman cuadros orgánicos, algunos de los cuales cursan simultáneamente carreras vinculadas (Políticas, Derecho), aunque apenas las ejerzan. Con la destreza de los palmeros y la desidia de los acomodados en poltronas institucionales, se van haciendo con las riendas de los partidos.
Pasado el tiempo, en ciclos al alza, se postulan para diversos puestos, porque son multidisciplinares, y acumulan cargos, porque son muy disciplinados. Obtienen pingües beneficios y preparan el terreno para que, cuando tengan que dejar la política activa, puedan entrar por puertas giratorias o dedicarse a la actividad privada, ahora sí, en bufetes o consultorías, con carteras de clientes infladas gracias a sus contactos, a modo de lobistas con ánimo de lucro. Los corruptores espabilados saben que, alrededor de estos políticos, hay negocio, gracias al clientelismo externo e interno. Aplican la lógica, su lógica.
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