De entre todas las miradas posibles, la mirada más excitante es la del escándalo —la palabra escándalo viene del griego y quiere decir «hacer caer»—. Presenciar un escándalo es observar cualquier variedad de derrota y eso siempre es estimulante para la gente, basta ver el éxito de toda la información negra, rosa o amarilla. La contemplación de un escándalo provoca miedo, pena, rabia, ira y vergüenza; sentimientos lo suficientemente fuertes como para mantenernos atentos. Capturar nuestra atención a través del escándalo es muy fácil, somos seres escandalófilos por naturaleza, pero lo que llevamos de año en cuanto a escándalos se refiere es una fartura de asombro y congoja. Estamos padeciendo una escandalorrea que parece no tener fin. No hay día que no despierte con un ataque de escandalorrea aguda, ya sea de izquierdas, de derechas o del más allá. Sean protagonistas Ábalos, el «picaor sin castoreño», Isabel Ayuso o la princesa de Gales; sean Putin, Trump, Gaza o el rey de Dinamarca. Esto es un sinvivir, ¡que fatiga! Poco se habla de lo que verdaderamente nos atañe y, cuando se hace, también nos escandaliza; véase la ocurrencia de hacer un censo de gallinas, unos trenes que no caben por el túnel, una ley de la ELA sin aprobar o las sucesivas procesiones electorales que siempre arrastran difuntos.
Decía Simone de Beauvoir que «lo más escandaloso que tiene el escándalo es que uno se acostumbra». Y algo de eso pasa, porque cuando enciendes la radio o abres los periódicos de la mañana ya buscas el nuevo escándalo, como esperas el crucigrama o la información del tiempo. Es posible que siempre haya habido escándalos, solo que antes te enterabas cuando sufrías las consecuencias, salvo algunos alfabetizados capaces de enterarse de los escándalos de la villa a través de libelos quevedianos o de alguaciles pregoneros del «se hace saber…».
El exceso de información que nuestra época permite y alienta, intoxica las emociones y produce una escandalorrea que solo remite si te vas a pasmar.
Pásmense y feliz Día del Padre.
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