Pensé que había llegado el momento de que mi viejo abrigo se prejubile (los abrigos raramente llegan hasta la edad legal de retiro). Aprovechando que empieza la primavera y que ya me he comprado otro, había previsto deshacerme de él, no sin cierto sentimiento de culpa. Nunca he tenido gran interés por la ropa, pero un abrigo acaba convirtiéndose casi en un pariente. Ninguna otra prenda tiene tanta entidad para hablarnos de tú a tú, suponiendo que pudiese hablar; ninguna tiene el peso y la envergadura del abrigo, que es una prenda paternal y protectora. Sobre todo, cuando se trata de un abrigo grande y grueso como este. Lo compré hace bastantes años en San Petersburgo, en un frío enero, mientras en las iglesias se cantaba la misa de la Navidad ortodoxa. Con los canales helados y los termómetros casi a veinte bajo cero, la ropa que había llevado me parecía de papel frente al viento gélido que sopla desde el Báltico y corre enloquecido por la Avenida Nevski. Así que Pilar me metió en el primer comercio que encontramos y que resultó ser un templo del textil ruso. Allí, en el cruce del canal del Moika y la calle Gorokhovaya, en el hermoso edificio Art Noveau que las guías llaman «Esders y Scheefhals», habían estado a principios del siglo XX los elegantes almacenes Au Pont Rouge, que después de la revolución se convirtieron en una gran fábrica textil donde atronaban centenares de máquinas de coser soviéticas como un acorazado Potemkin de aguja e hilo, para luego volver a convertirse en grandes almacenes con su antiguo nombre en francés.
Nada más salir a la calle con mi abrigo nuevo, al notar el agradable calor de la prenda, instintivamente me acordé del famoso relato de Gogol que se titula así, El abrigo, y que se considera el texto fundacional de la literatura rusa moderna. El cuento narra la historia de Akaki Akakeyev, un infeliz empleado que pasa frío todos los días al ir a la oficina porque su abrigo se cae a pedazos. Tras muchas dudas, invierte todos sus ahorros en un abrigo nuevo; pero, una vez que se lo pone, no entiende cómo ha podido vivir sin él. No solo ya no pasa frío, sino que el abrigo le confiere una seguridad en sí mismo desconocida. Sus compañeros del ministerio ahora le respetan y sus jefes le valoran. Hasta que una noche unos ladrones le roban el abrigo en plena calle y el pobre hombre se muere de una pulmonía. Entonces, su fantasma empieza a aparecerse junto al puente Kalinkin para arrancarles sus abrigos a los que pasean de noche por San Petersburgo. No por superstición, sino en homenaje a Gogol, esos días, al pasar de noche por el puente Kalinkin camino del hotel, miraba yo todo alrededor.
El caso es que he revisado el abrigo antes de tirarlo y me han entrado remordimientos. No lo veo en tan mal estado, después de todo. Tan solo está un poco gastado el forro, allí donde aparece cosida la etiqueta que dice FOSP y, en cursiva cirílica, «Fabrika odezhdy Sankt-Peterburg. Est. 1919», fábrica de confección de San Petersburgo, establecida en 1919. Supongo que está pasado de moda, pero no lo sé porque no estoy al tanto de la moda en materia de abrigos. Lo contemplé durante un rato extendido sobre la cama como si estuviese velando a un amigo difunto y, después de pensarlo bien, he decidido dejarlo colgado mientras pienso qué hacer con él. En la percha parece una persona, sobre todo en la oscuridad. Si este fuese un relato de Gogol, por la noche se convertiría en el fantasma errante del funcionario Akaki Akakeyev, buscando por toda la eternidad un abrigo bajo el que entrar en calor.
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