Sigmund Freud, neurólogo austríaco y padre del psicoanálisis, destacó la importancia de un tipo de sueños, que casi todo el mundo ha tenido, en los que no podemos ocultar nuestra desnudez ante la mirada de otros, generalmente desconocidos. Estos sueños representan la capacidad perturbadora que tiene la mirada de los demás sobre «nuestras vergüenzas».
El sentimiento de vergüenza en el niño es anterior al de culpabilidad y tiene una función noble, civilizadora.
Lo que avergüenza es la mirada del otro descubriendo algo impúdico de nosotros, algo que intentamos ocultar. La vergüenza alcanza al cuerpo, que se ve asaltado por el rubor, y hace bajar la mirada. Pero, ¿qué ocurre a nivel social cuando la mirada del otro ha perdido la capacidad de avergonzar? Lo que ocurre es que la impudicia se adueña de la escena pública haciendo del honor algo del pasado.
Cuando preservar el honor importaba, la vida se subordinaba al honor. Una vida sin honor carecía de valor y, cuando el honor se perdía, el sujeto de la vergüenza se ocultaba de la mirada pública, desaparecía (a veces literalmente). Pero actualmente ya casi nadie se muere de vergüenza y, con el ocaso de la vergüenza, lo más importante pasa a ser preservar la vida, especialmente el modo de vida, frente al honor. Un buen ejemplo de esto nos lo está mostrando a lo largo de todos estos días el que fuera ministro de Transportes José Luis Ábalos.
La vida innoble ya no avergüenza, como tampoco faltar a la palabra. La consecuencia es que la judicialización ocupa el lugar dejado vacío por la ausencia de vergüenza. Ahora solo se hace depender de una condena o absolución judicial el carácter ético o reprobable de una conducta. Esta deriva hace depender del éxito pragmático, y no de la ética, la reputación del sujeto. Por eso la pérdida de la reputación solo importa si produce un menoscabo de la cuenta de resultados. Esto hace que incluso algunos sujetos puedan hacerse una reputación de haberla perdido. Los platós de televisión están llenos de personajes que basan su notoriedad en mostrar, o justificar, sus bajezas.
El discurso mediático y político dominante es una gran máquina de producción de impudicia. Esta máquina, en la sociedad del espectáculo, funciona de los dos lados, porque, al mismo tiempo que el impúdico no se avergüenza, el observador ya no siente vergüenza ajena y goza del espectáculo. También del que a menudo ofrecen, en su versión reality show, los debates parlamentarios.
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