Después de toda una vida entregada al trabajo, resulta que, según el Gobierno, las pensiones de nuestros mayores son importantes para que sus hijos o sus nietos puedan llenar la nevera o pagar la factura de la luz y de la calefacción. Una gran singularidad de nuestro sacrosanto modelo de bienestar, y de la que ha presumido públicamente la ministra María Jesús Montero, no se sabe muy bien por qué. En realidad, nos hallamos ante una anomalía y ante la asunción de un estrepitoso fracaso social: que el dinero de los abuelos se dedique a amortiguar la pobreza y la exclusión social de sus descendientes, en lugar de servir para pasar los últimos años de sus vidas más despreocupados, una vez que tienen a sus hijos fuera de casa y su vivienda ya pagada. Según la ministra de Hacienda, los abuelos no quieren las pensiones para ellos, sino para ayudar a los suyos (hasta para comprarse unos tenis o salir de copas), como si los mayores fuesen una orden religiosa entregada incondicionalmente a una causa benéfica. Esa perversa e injusta transferencia de rentas — a la que la propia Montero se ha referido como «el dinero mejor repartido que se puede tener en una familia»— es la consecuencia del empecinado fracaso de las políticas públicas en muchos órdenes, pero sobre todo en lo que se refiere al mercado de trabajo y a la vivienda. Hemos pasado de que los padres ayuden a sus hijos, a que sean los abuelos los que ayudan a los dos, en una especie de triple salto mortal, una temeridad generacional, y una pirueta de incierto desenlace. Sobre todo en una sociedad profundamente envejecida como esta, que se caracteriza por un modelo en el que los que salen del sistema aportaban mucho más de lo que contribuyen los que entran. Es decir, que el día que este pilar se agriete, se viene abajo toda la estructura del edificio. Porque cuando se muera el abuelo o la abuela, que se morirán, se termina la respiración asistida, aunque quede el comodín del piso, que es la última esperanza, el último escudo social.
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