La Rusia de Putin es un ejemplo de libro del principio de que una democracia no consiste únicamente en que haya elecciones. Si no van acompañadas de la separación de poderes del Estado y del imperio de la ley, los comicios no pasan de ser un ritual vacío. No es que las votaciones que se celebran bajo Putin, como estas que terminarán mañana, sean completamente fraudulentas (si bien en todas ellas suele haber un cierto grado de manipulación en los datos finales), es el sistema y sus amaños previos a las elecciones lo que las convierte en ilegítimas. En un país de las dimensiones de Rusia ya sería difícil de por si para un candidato no oficial organizar una campaña electoral eficaz, pero incluso cuando han surgido alternativas de oposición a Putin, la maquinaria del régimen ha encontrado la manera de impedirles participar. En el caso trágico de Alexéi Navalni, ha llegado al extremo de encarcelarle y, casi con toda seguridad, asesinarle; pero en el menos conocido de Boris Nadezhdin ha bastado con declarar nulas las firmas que avalaban su candidatura. El resultado es el sarcasmo de que Vladimir Putin es casi el candidato más moderado de su propio régimen y hasta se permite el lujo de no militar siquiera en el partido por el que se presenta, Rusia Unida. Las alternativas, el comunista Nikolái Jaritónov o el ultranacionalista Leonid Slutski, representan dos ramas extremistas del proyecto putiniano que combina el patriotismo fanático y la nostalgia soviética. En cuanto Vladislav Davankok, el candidato del partido Gente Nueva que se presenta como «liberal», es en realidad un hombre del Kremlin que apoya a Putin. Hoy en día, en Rusia votar y elegir son dos verbos muy diferentes.
Así las cosas, el interés de estas elecciones estriba únicamente en conocer el grado de participación. Sobre todo, en el contexto actual de guerra en Ucrania, el Kremlin necesita una alta participación que demuestre el apoyo de la población, tanto en el conjunto de Rusia como, muy especialmente, en las provincias ocupadas de Ucrania. Pero la dificultad para el régimen no está en conseguir que la gente vote a Putin, lo que ya se ha garantizado creando un entorno que hace imposible otra cosa, sino que la gente vote, sin más. En unas elecciones sin alternativas ni emociones, tienen tan pocos incentivos para participar los partidarios de Putin como los que le son contrarios. Y, convertidos los comicios en un plebiscito, la abstención se acaba pareciendo demasiado al no (aunque sería un error creer que son lo mismo). Por eso, de haber masaje en las cifras, probablemente será en las de participación. En el 2012 esta rondó el 65 por ciento, en el 2018 ya se la hizo subir casi al 68 %. Sería extraño que en estas elecciones no llegase al 70 %. De lo que no hay duda es de que Putin se asegurará otro mandato de seis años. Este será probablemente el último ya sin tener que preocuparse de su sucesión, que queda aplazada hasta el 2030.
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