La banalización del terrorismo supone una seria amenaza para la democracia

OPINIÓN

La concentración independentista convocada por los CDR
La concentración independentista convocada por los CDR Toni Albir | EFE

06 mar 2024 . Actualizado a las 05:00 h.

En la España actual suele debatirse intensamente sobre lo secundario y dejar en el olvido lo fundamental. Sin duda, es importante que el juez García Castellón haya tardado cuatro años en descubrir que las protestas de los independentistas catalanes en 2019 pudieron ser actos de terrorismo, lo que demostraría una utilización oportunista del Código Penal para convertir en inútil una posible amnistía. También está claro que la opinión de este juez, de los fiscales que lo apoyan y, según parece, de la sala segunda del Tribunal Supremo contrasta con la acepción hasta ahora común del término terrorismo, aunque las derechas políticas y mediáticas se hayan apropiado de la novedad con entusiasmo. Ahora bien, lo que tiene mayor trascendencia es que el Código Penal defina los delitos de terrorismo con una ambigüedad y una amplitud propias de la legislación de una dictadura, como llevan sosteniendo desde hace años, sin ser escuchados, notables penalistas.

La ley orgánica 2/2015, de 30 de marzo, con la que el PP y el PSOE reformaron varios artículos del Código Penal sobre los delitos de terrorismo, banaliza el concepto, hasta entonces limitado a actuaciones criminales de extrema gravedad, y permite que fiscales y jueces puedan utilizarlo para sancionar a los participantes en protestas políticas o sociales y a los que las promuevan, en el caso de que provoquen alteraciones del orden público habituales en cualquier democracia. Por eso, aunque pueda parecer disparatado, los jueces no prevaricarían, en sentido estricto, si condenasen por terroristas a los manifestantes y a los instigadores de los disturbios de Cataluña o de las actuales protestas de agricultores. Otra cosa es que, por motivos políticos, apliquen el código a conveniencia y, por ahora, solo se fijen en determinados incidentes.

El artículo 573, retocado en 2019 sin que se corrigiese su peligrosa amplitud, dice: «1. Se considerarán delito de terrorismo la comisión de cualquier delito grave contra la vida o la integridad física, la libertad, la integridad moral, la libertad e indemnidad sexuales, el patrimonio, los recursos naturales o el medio ambiente, la salud pública, de riesgo catastrófico, incendio […], cuando se llevaran a cabo con cualquiera de las siguientes finalidades: 1.ª Subvertir el orden constitucional, o suprimir o desestabilizar gravemente el funcionamiento de las instituciones políticas o de las estructuras económicas o sociales del Estado, u obligar a los poderes públicos a realizar un acto o a abstenerse de hacerlo. 2.ª Alterar gravemente la paz pública. 3.ª Desestabilizar gravemente el funcionamiento de una organización internacional. 4.ª Provocar un estado de terror en la población o en una parte de ella».

He marcado en negrita las «finalidades» más controvertidas. ¿Qué acto de protesta no tiene como objeto lograr que los poderes públicos hagan algo o se abstengan de hacerlo? Es cierto que se utiliza el término «obligar», pero ¿cómo se obliga? ¿Manifestaciones reiteradas pretenden «obligar»? ¿Cortes de carreteras y calles prolongados, incluso con grave deterioro de las vías públicas, barricadas e incendios pretenden «obligar»? No se entiende cómo los diligentes fiscales y los siempre atentos jueces de la Audiencia Nacional no han investigado ya por terrorismo a los dirigentes de las asociaciones agrarias y a los detenidos por agredir y herir a policías en sus protestas. Además, pretenden desestabilizar el funcionamiento de una organización internacional, la Unión Europea. Por cierto, ¿sería terrorismo una manifestación contra la OTAN que terminase en disturbios?

Ahora bien, lo peor es la finalidad segunda, putinismo, o franquismo, legislativo puro. ¡«Alterar la paz pública»! Si cogemos la historia de las democracias desde la Segunda Guerra Mundial, por poner una referencia, todas deberían haber creado campos de concentración para castigar a esos «terroristas», no cabrían en las cárceles. Desde la población de color de EEUU a los estudiantes de los años sesenta y setenta; desde quienes se opusieron a las guerras de Vietnam o Irak, a miles de manifestantes por múltiples causas que participaron en protestas en las que hubo, y hay, enfrentamientos con la policía, barricadas, rotura de escaparates, incendios de coches o contenedores de basura, cortes de calles y carreteras, insultos y gritos amenazadores contra ministros, presidentes o reyes… ¡Todos terroristas!

No cabe ninguna duda de que cualquier policía sabe que no es lo mismo que le arrojen una piedra en un disturbio que ser tiroteado o víctima de una bomba. A nadie se le escapa que un atasco de horas priva de la libertad de movimientos, pero que no es comparable con un secuestro. Un insulto, una bofetada y un asesinato son formas de violencia, pero constituyen faltas o delitos muy diferentes. No se trata de dejar impunes los actos de violencia callejera, pero solo a un régimen represivo, que quiera castigar con penas desproporcionadas a cualquiera que disienta, se le puede ocurrir convertirlo todo en terrorismo, sedición o rebelión. Quizá también a quienes acostumbran a legislar en caliente y con escasa reflexión.

No extraña la actitud de Vox, pero estremece que el PP y sus adalides mediáticos se hayan incorporado a la defensa de la utilización instrumental del concepto de terrorismo. Ya que la última moda en España es buscar expertos extranjeros que medien entre partidos o asesoren sobre las leyes, podrían proponer en las Cortes que se crease una comisión internacional de verdaderos especialistas en utilizar el término terrorista para perseguir a cualquier disidente político. Vladimir Putin sería un presidente adecuado y debería integrar a experimentados dirigentes de estados «iliberales», como Alexander Lukashenko, Daniel Ortega, Nicolás Maduro, Mohamed bin Salmán y el ayatolá Alí Jamenei, que añadiría perspectiva de género al concepto de terrorismo.

En realidad, lo primero que debería hacer el parlamento español es revisar los artículos del Código Penal afectados por la reforma de 2015 y definir de forma precisa el terrorismo. Con este Código Penal y la ley mordaza en vigor, un gobierno de Vox no necesitaría realizar reformas legislativas para comenzar a convertir nuestra democracia en «iliberal». No es un debate jurídico, es político. El PP, hijo de Fraga Iribarne, siempre ha puesto el orden por delante de los derechos y libertades; el PSOE ya dio muestras de frivolidad en ese aspecto cuando promovió la conocida como ley Corcuera, o «de la patada en la puerta», cabalmente invalidada por el Tribunal Constitucional, las recientes declaraciones de García-Page están en la misma línea. Es hora de que se dejen de retórica y garanticen las libertades fundamentales, que no pueden quedar al albur de la firmeza de las convicciones democráticas del ministro del Interior o de los jueces de turno.

Para los magistrados del Tribunal Supremo se presenta la oportunidad de dictar una sentencia que cree jurisprudencia y corrija el disparate legislativo. Solo así se justificaría que hayan decidido investigar ese absurdo. La justicia no puede actuar movida por partidismos ni buscar atajos. Puede disgustarles la ley de amnistía, pero eso no justificaría una condena por terrorismo a Puigdemont y a los implicados en los incidentes de 2019, que crearía un gravísimo precedente y amenazaría las libertades y derechos fundamentales de todos los españoles.

Los expertos de la denominada Comisión de Venecia, invitados por el PP, han dictaminado lo obvio: una amnistía puede ser positiva y no supone el fin del Estado de Derecho ni de la separación de poderes. Quizá logren que se deje de disparatar y que el debate se centre en lo razonable: si el procedimiento ha sido adecuado y si sus beneficios serán mayores que los perjuicios que pudiera producir. Como he sostenido en varias ocasiones, una amnistía ni tiene por qué ser inconstitucional ni implica una amenaza para el sistema, lo que no quiere decir que no sea discutible.

Sánchez y Puigdemont coincidieron en el pleno del Parlamento Europeo en Bruselas el 13 de diciembre
Sánchez y Puigdemont coincidieron en el pleno del Parlamento Europeo en Bruselas el 13 de diciembre RONALD WITTEK | EFE

Está claro que el procedimiento seguido no ha sido el mejor y que una ley de esa transcendencia debiera haber sido debatida con tiempo y con todos los informes; aunque eso tampoco la convierta en inconstitucional, sí da argumentos a sus detractores. En cuanto a sus consecuencias, es lógico que haya quien opine que no debe aceptarse una impunidad que podría animar a la reiteración en el delito, también que, desde otro punto de vista, se considere que, independientemente de los que hoy digan algunos de los políticos afectados, abriría la puerta a una reconciliación social en Cataluña y a una normalización de las relaciones de las instituciones de esa comunidad con el resto de las del Estado. Ese sería el debate político racional.

También he señalado en varias ocasiones que considero censurable que el presidente del gobierno se haya inclinado por la amnistía, tras negar reiteradamente que la considerase no solo conveniente sino incluso posible dentro de la Constitución, exclusivamente para garantizarse una mayoría para la investidura. El comportamiento posterior del señor Puigdemont y de Junts ha mostrado que su decisión fue muy arriesgada y que cedió mucho a cambio de muy poco, de una investidura que no asegura la estabilidad del ejecutivo y puede tener graves consecuencias para el PSOE y para el conjunto de la izquierda.

Mal explicada, adoptada de forma oportunista y en medio de desplantes y humillaciones de Junts, la amnistía es hoy mayoritariamente rechazada, según las encuestas. A pesar de todo, me encuentro entre los que creen que tendrá efectos positivos, aunque vaya a ser muy perjudicial para la precaria mayoría parlamentaria que apoya al gobierno en la actualidad. Positivos para el país, pero también para el PP, que, con Junts, será la fuerza que obtenga mayor rédito político.