Iba a empezar esta columna con una frase que decía: «Si yo fuera Putin, tomaría alguna medida rápida». Pero sabiendo a qué tipo de providencias recurre Putin en estos casos, he preferido borrarla. Me refería a la intervención en la Eurocámara de Yulia Navalnaya, la viuda del opositor ruso asesinado en la cárcel hace dos semanas. No tanto porque haya llamado monstruo sangriento a Putin, ni porque le haya amenazado con que tendrá que responder por lo que le ha hecho a su país, a un país vecino pacífico y a su marido, Alekséi. Eso no asustará a Putin, que ya está hecho a las palabras feas. Lo que realmente le habrá inquietado es que nos haya llamado aburridos a los europeos allí representados. Me entusiasma la gente capaz de señalar las cosas por su nombre en tiempos gelatinosos como los nuestros. Aburridos. Eso nos llamó Yulia Navalnaya. Maravilloso. Solo una mujer fuerte, que no tiene miedo a morir, es capaz de sacudirnos con la palabra que mejor nos define, con el insulto que menos soportamos y que merecemos más: aburridos, indolentes, sin creatividad, atontados, sin coraje, tediosos, cansinos, quejicas, pesados. Si yo fuera Putin, me tomaría en serio, por eso, a esta señora.
Nos ha llamado aburridos y faltos de creatividad porque sabe que la Unión Europea es un armatoste de funcionarios muy bien pagados y de políticos en retirada rodeados por jaurías de lobistas. Se dedican, sobre todo, a repartir dinero, nuestro dinero, para que otros políticos compren mascarillas inútiles y discursos correctísimos tan inútiles como las mascarillas. Ese aparato, así entendido, de nada sirve a la hora de parar la voracidad de Putin o de Estados Unidos. Yulia Navalnaya, mis respetos, quiere espabilarnos.
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