La guerra de Ucrania iba a durar unas semanas. Entramos ahora en su tercer año y sin visos de que acabe pronto. Vladimir Putin no solo cometió un crimen al iniciarla, sino también un grave error de cálculo. Sobrestimó la capacidad de sus fuerzas armadas que, entre la logística inapropiada, mala dirección militar y baja moral de combate, se revelaron un gigante con pies de barro. También infravaloró la voluntad de lucha de los ucranianos, que lograron impedir lo que hubiese sido el golpe de gracia a su soberanía política: la toma de Kiev. Ya a la altura de abril del 2022, menos de dos meses después de la invasión, era evidente que esta había fracasado en su objetivo principal de propiciar un KO a Ucrania. Lo que comenzó casi como un «golpe de estado» se convirtió entonces en guerra. La horrenda masacre de Bucha, descubierta ese mes de abril al retirarse las fuerzas rusas de las afueras de Kiev, fue el símbolo a la vez de la frustración rusa y de lo que se jugaba Ucrania.
La guerra nunca proporciona alegrías, pero sí esperanzas, y en el resto de aquel año del 2022 pareció que Ucrania podía no solo frenar la maquinaria militar del Kremlin sino incluso derrotarla. Aunque en mayo la ciudad mártir de Mariúpol había caído en manos rusas, una exitosa contraofensiva ucraniana en septiembre en el sector de Járkov, en el este, y la liberación de Jersón, en el sur, permitieron durante un tiempo creer que todo podía acabar pronto y relativamente bien. Desde junio llegaba la ayuda militar norteamericana y europea en grandes cantidades, y los ucranianos demostraron que sabían utilizarla. Nació así la idea optimista de que, lanzando una ofensiva ambiciosa, Ucrania podía sacar a Rusia de la guerra en pocos meses. Se rascó hasta en el último almacén militar europeo para enviar carros de combate y artillería, un rompecabezas de modelos, calibres y repuestos tan variado que los mecánicos militares ucranianos tienen que estudiarse docenas de manuales para hacer sus reparaciones.
Pero la ofensiva del 2023 no fue bien, y ello a pesar de que vino a coincidir con lo que parecía el comienzo de la implosión del Ejército ruso, con la costosísima victoria pírrica de aquel mayo en Bajmut y la revuelta de los mercenarios de la empresa Wagner en junio, que llegó a amenazar al propio Kremlin. Pero el régimen resistió no se sabe cómo, y la ofensiva ucraniana se estrelló contra los «dientes de dragón», la línea defensiva fortificada que los rusos habían tenido tiempo de construir a lo largo del frente sur. Al final, los ucranianos, que se había fijado como objetivo Melitópol para poder aislar Crimea, no pasaron de Robotine, y esto con una enorme cantidad de pérdidas humanas que les será muy difícil reemplazar.
Desde entonces, Rusia ha respondido con su propia contraofensiva, en la que este mes ha logrado tomar la estratégica ciudad de Avdiivka en el Dombás, mientras presiona para recuperar Robotine en el sur y de esta manera propinar un golpe psicológico a los ucranianos. La situación actual es preocupante, pero no desesperada. La toma de Avdiivka, que está en un terreno alto cerca de Donetsk, asegura a los rusos el control de su capital rebelde, pero no parece fácil que puedan progresar desde ahí por el momento. Una prueba del nueve: cuando los topónimos Kramatorsk y Sloviansk empiecen a mencionarse repetidamente en las noticias, llegará el momento de inquietarse de verdad.
Mientras que en el Dombás Ucrania libra una guerra defensiva, en el sur, en cambio, todavía tiene margen para el ataque. Su mayor éxito en esta contienda está ahí, en haber anulado la flota rusa del mar Negro, lo que permite a Kiev seguir exportando su grano. Su control de Jersón pesa como una espada de Damocles sobre Crimea, y Crimea es, para Ucrania, la clave de la guerra. Conquistarla obligaría a Rusia a negociar. Por el momento, sin embargo, no cabe esperar grandes cambios. Este año posiblemente será de consolidación y rearme. El final, ni está garantizado ni está cerca.
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