Todo lo abrasa. Todo lo intoxica. El aire, el agua, la tierra, el subsuelo. Y las personas somos para él materiales a utilizar, a consumir. Consumir hasta la extenuación. Todo lo que sea aprovechable, inorgánico u orgánico, le vale para sus fines, porque somos sus útiles, sus medios. Somos fungibles para colmar su avaricia, su voracidad de lo ilimitado.
Es el lanzallamas. El lanzallamas es el Capital, que acaba de devorar un doble edificio en Valencia: devoró los hogares, los bienes que contenían, las huellas de más de 400 vivencias. Y devoró a personas (entre ellas: un matrimonio con un niño de 3 años y una recién nacida: una familia reducida a cenizas en minutos).
El Capital untó de material inflamable la fachada. O sea, la roció de gasolina. Vendieron las viviendas pregonando lo avanzado de lo que construían. El pregón incrementó el precio y endeudó a decenas de compradores que ahora siguen teniendo deudas, pero no posesión, y una desesperación propia de una tragedia griega, en la que la esperanza queda deshilachada por un destino previo: previsible es el canon del teatro antiguo.
Dos hipótesis: a) el ayuntamiento valenciano permitió el levantamiento del «infierno» porque no se lo impide la normativa municipal, lo que nos retrotrae a los tiempos del Santo Oficio y sus quemas públicas de herejes y brujas; b) la normativa explicita que no se pueden emplear materiales inflamables, pero la oficina que concede las licencias cerró los ojos y firmó la autorización, comportamiento harto habitual en los ayuntamientos de una España vil, corrupta, asquerosa, criminal.
El lanzallamas del Capital alcanza los huecos más diminutos y ocultos, porque de ellos extrae ganancias fecales (el dinero «non olet»): la banca, las eléctricas, las petroleras, los fondos de inversiones, los monopolios generalizados. Y el ladrillo es una de las patologías que más carcome. Precios disparatados, calidades de bazofia, saqueo por medio de los alquileres… Usura. Usura y muerte. Muerte lenta o instantánea.
Y precisamente un escritor valenciano de potente pluma, Rafael Chirbes, escribió una novela antológica titulada, ¡qué coincidencia!, Crematoria, donde aborda el obsceno crecimiento urbanístico de su comunidad, la especulación inmobiliaria, el tráfico de influencias y de capitales, la red mafiosa que se extendió en la última década del pasado siglo y en la primera de este.
La denuncia de Chirbes sigue siendo actual, y lo seguirá siendo por los tiempos de los tiempos. Porque el Capital nunca tiene bastante: si hay que reventar al ajeno, bien psicológica, bien físicamente, se lo revienta; si hay que achicharrarlo, se lo achicharra. Él tiene en exclusiva propiedad el lanzallamas. Él es el lanzallamas mismo.
(¿Sabe usted si su «hogar» está empapado de gasolina, a la espera del chasquido de una cerilla?)
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