Febrero, si no tanto como maldito, es un mes que en mi opinión nos sobra a casi todos: mes de frío glacial si se encapricha, mes de conmemoración a los muertos, mes de días todavía cortos y tristísimos, mes de transición entre el enero de empinada cuesta y el optimista marzo que le echa un guiño a la primavera. Pero nadie tiene potestad para arrancarlo del calendario y no hay más remedio que afrontarlo. Afortunadamente tiene dos o tres días menos que sus compañeros.
He salido a eso de las 11 y media de la mañana y nada más pisar la calle he notado un ambiente tan desapacible que a punto he estado de volver a entrar en el portal. Pero tenía una cita que, si no absolutamente ineludible, tampoco podía rechazar, me había comprometido. Llamar por teléfono esgrimiendo un pretexto más o menos socorrido, cuando la única razón para faltar era la enorme pereza de abrir el paraguas, ajustarme al cuello la bufanda y sortear charcos de camino al 27, decidí en pocos segundos que no era serio por mi parte y con toda seguridad me produciría complicaciones.
El autobús diría yo que iba más vacío que otras veces a esta misma hora, tal vez la mañana antipática hiciera desistir a quienes podrían dejar sus quehaceres para otro día, desde luego muy pocos estarían yendo a algún sitio por exigencias del trabajo. ¿Y yo?, ¿no estaba exagerando con la obligación que me había impuesto de no faltar a la cita? Empezó a llover, conforme pasaban los minutos cada vez con más fuerza. Ahora la pereza de antes era ya desgana total, deseos de apearme en cuanto pudiera y coger un taxi de vuelta a casa. Además, quién sabe si finalmente fuera yo el único que respetaba la cita y precisamente la imposibilidad de acudir por culpa del mal tiempo me lo argumentarían a mí. Tendría gracia que ocurriera, pero suele pasar, somos así.
Estaba llegando a la parada donde debería bajarme para caminar después unos 50 metros hasta el punto en que habíamos quedado, plaza de San Juan de la cruz, a eso de las 12.00 horas. Yo llegaría con puntualidad, comprobé satisfecho en el reloj, siempre lo hago porque detesto retrasarme si no es por fuerza mayor, en ese aspecto no soy demasiado latino. Cerré el paraguas después de situarme bajo un voladizo para protegerme del chaparrón, cuya intensidad parecía ir disminuyendo. Esa fue la razón, deduje, que justificaba la aparición paulatina de gente en las aceras: no habrían pasado ni cinco minutos cuando regresaba la normalidad y con ella el pulso de la ciudad recuperaba su brío. Era poco más del mediodía, aún no había motivo para inquietarse, además el tráfico estaba complicado, según observé desde el autobús entre las cabezas de dos chicas de acento marcadamente inglés, y aparcar por esa zona todavía más, pero hubiera resultado impropio proponer otro sitio. Procedía tolerancia y paciencia.
Por fin surgió su figura saliendo de entre las sombras de un garaje 20 pasos más arriba, no tardó en reconocerme y vino corriendo en mi busca. Es un placer comprobar que a uno lo quieren aunque no haya interés por medio. La amiga de mi hija me saludó con la mano y no hizo falta preguntarle para que se pusiera a contarme con todo detalle lo bien que se había portado Perdigón: ni un desperfecto en las tapicerías ni un plato roto ni un ladrido nocturno. No quise entretenerla, la hubiera violentado empezando una conversación que no podía apetecerle, sería abusar torpemente de su buena educación. Volví la vista al infinito como queriendo insinuar sutilmente la despedida. Ahora solo faltaba conseguir un taxi y que a su conductor no le molestara la compañía de un animal; tenía entonces por delante dos posibles complicaciones.
Adiós, Maite, si no fuera por tu ayuda no sé yo si hubiéramos podido ir a ver a mi familia a Oviedo.
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