Por cuanto nosotros podamos saber, que en verdad no es poco, sino vergonzosamente poco, no sería una villanía digna de oprobio que nos situemos en algún tramo del significado «extracto», que si bien su longitud no es desmesurada, presenta áreas de descanso desde las que no es imposible, aunque para que sea posible es indubitable escrutar la semántica de la unidad lingüística «extracto» para hallar el sentido más propio, bien solo, bien conectado de algún modo al fronterizo anterior o al fronterizo posterior, sentido que, al menos, no sea disparatado; o sea, que tenga algún sentido desde el que se pueda operar, desplegar la idea, breve, que sostendremos aquí a propósito de la carreta AS-117, conocida también como el «Corredor del Nalón».
La consideración de extracto que nos atrevemos a dar a este corredor, cuyas obras para «tratar» de acotar sus múltiples deficiencias entre Sama y Pola de Laviana comenzarán mañana, lo fundamentamos en la locura colectiva que se da en tantas y tantas carreteras de esta región y de otras, que no de todas. Así, creemos más que afirmamos, sin que la prioridad del primer verbo sobre el segundo anule en todo a este, ni mucho menos, y hacemos esta precisión para reiterar nuestras abultadas carencias en un número de materias que no ha de andar lejos del número gúgol (10 elevado a 100), de lo que se ha de concluir que la seguridad vial entra de lleno en tal abultada cifra de vértigo, que esa superioridad del creer sobre el afirmar nos reduce al papel de diletante, que tampoco es poca cosa si uno observa lo visible y sobre ello aplica la razón.
Entonces, desde estos límites, podríamos decir que la calzada en cuestión es un extracto, tomado como síntesis, de esa locura colectiva antes referida de la que dimana lo peor de lo peor. No es tema aquí de estudiar desde la Sociología o la Antropología el porqué en la Cuenca del Nalón se concita un porcentaje desmesurado de sujetos que conducen sus automóviles desde presupuestos tales como la mala educación, el egoísmo supremo, el desprecio cuasi criminal por los otros usuarios y, en definitiva, la maldad genuina como fin en sí misma, que Azorín llamaría «el mal implacable». Pero los hechos son: velocidades disparadas, adelantamientos disparatados, distracciones sabedoras (toquetear la pantalla del navegador, visualizar un mensaje de móvil, hacer uso de él, apagar un cigarrillo), ir drogado, ir bebido, o en ambos estados al tiempo…, todo un rosario de actitudes que encajan con precisión en el esqueleto del artículo Violencia, que hemos publicado en este periódico el domingo pasado.
Pero el extracto de esta carretera infernal ha de recoger necesariamente la irresponsabilidad de las «autoridades competentes». Todas las administraciones (estatal, municipal, local) son la cruz de los muertos y malheridos en las vías españolas. Porque si tenemos un tráfico rodado de la magnitud que lo tenemos, ¿no se deberían emplear los dineros que hagan falta para asfaltar, pintar, corregir puntos negros, aumentar el despliegue de policías, sancionar con mayor dureza los arrebatos mentales? Porque, ¿cómo podemos considerarnos «justos» si a un sujeto que sabe que no tiene carnet, o que se ha tragado cuatro gin-tonics, o que su temperamento es asocial o está vapuleado por circunstancias desventuradas, le presionan el pie del acelerador, se le condene a tres años de prisión y no a trece de causar muerte?
El automóvil no es un útil solamente, que es lo que debería ser. Es un arma, como un fusil, que se fabrica para disparar. Un coche se fabrica sabiendo que puede usarse como fusil, y esto es clarividente por las tragedias que se escenifican cada semana en las carretas, de la que es síntesis la AS-117. Síntesis asimismo de la inacción, año tras año, de los administradores políticos, partícipes necesarios de la sangría del asfalto. Y no pagan por ello: no es ya que no sean condenados a tres años de cárcel, es que son, como los menores de 14 años, inimputables.
Ahora bien, y para concluir, si el tuétano de la idea que acabamos de desarrollar no es un disparate y, al contrario, se aproxima a lo sustantivo, sin que ello, naturalmente, agote la cuestión de la conducta negligente de los conductores y de los administradores, y, todavía más, si lo sustantivo tampoco está plena y totalmente sustantivado, habremos de inclinarnos a considerar que la idea desplegada tiene la condición de predicativa, por cuanto no resultaría un desliz afirmar que la idea «es verdadera» y, como tal, un desconsuelo ilimitado, porque ni unos ni otros obran «pro bono público».
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