El nuevo se enfrenta por primera vez a la pantallita de una tableta, que durante unos días es tabla de salvación y barcaza hacia el Hades al mismo tiempo. Lo que ve lo enfada, lo decepciona, le provoca una profunda rabia. Y se le acaba escapando alguna lágrima. Cierto es que La isla de las tentaciones no es precisamente un dechado de virtudes en lo que a estereotipos de género se refiere —más bien es un compendio de todo lo que refuerza las actitudes sexistas— pero sí se aprecia un cambio importante con respecto a generaciones anteriores. Todos sus compañeros, el cliché de machito tatuado y mazado en un gimnasio con ansias de convertirse en el macho alfa, se levantan, le proporcionan contacto físico y le dicen: llora, saca lo que sientes. No te preocupes.
Hace años, quizá a Adrián no se le hubiese ni pasado por la cabeza derramar una lágrima al sentirse rechazado por su novia. Y si se le hubiese escapado, es probable que la reacción hubiese sido otra: la invalidación, la burla, el socorrido los hombres no lloran que tanto y durante tanto tiempo se ha repetido. Y no. Con total naturalidad, sus compañeros lo han apoyado, han validado lo que siente, le han dejado expresarlo mientras eran solo un apoyo. Sin juicios. Nada de esto resta ni una pizca de estereotipia al programa. Pero vaya, viene a demostrar que en el fondo hemos avanzado algo.
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