Otra vez. Insultos racistas a Vinicius y agresión a un periodista antes de un partido de fútbol. Ese fue el aperitivo al duelo de Copa entre el Atlético y el Real Madrid. Ni siquiera había empezado el encuentro. Pero, para esta gente, ni falta que hace. Porque en realidad, lo que ocurre en el campo casi es lo de menos. Ellos juegan a otra cosa, a ese concurso interno de buscar la palabra más punzante para clavársela al adversario. Sí, Vinicius es un futbolista que ha llegado a desesperar al mismísimo Carlo Ancelotti, un señor (en más de un sentido) que no parece necesitado de altas dosis de valeriana para manejarse en un banquillo top. El brasileño puede ser insoportable para el rival, y no solo por su enorme talento. Va repartiendo comentarios y celebraciones que no entrarían en ningún catálogo de buen gusto y que no encajan con el cacareado señorío que se le atribuye a su club. Él mismo ha confesado recientemente que no es «ningún santo». Es una de esas estrellas que a veces salen chamuscadas con su propia radiación. Otro personaje polémico en el ecosistema del balón. Es cierto. Como también lo es que nada de esto tiene que servir como excusa o «pero» ante un delito de odio como el racismo. No se puede fingir que esto es una broma, una chanza fácil y disculpable, una reacción lógica. El fútbol de élite es un nido de niños ricos que se vuelven más insufribles si se encaran con nuestro lateral o vacilan a nuestro portero. Con esas emociones aramos, pero nunca deben fabricarse dianas racistas. El amor que un jugador genera en la propia grada suele ser inversamente proporcional al escozor que causa en la de los rivales. Los iniestas son contados. Cuestión de color. Pero el color de la camiseta.
Comentarios