Por fortuna, ayer daba la impresión de que el conflicto que ha estallado esta semana inesperadamente entre Irán y Pakistán va camino de apagarse. Con todo, no deja de ser un elemento más de tensión en la zona, cuando todavía están muy lejos de remitir la guerra abierta en Gaza, la conflagración larvada en la frontera israelo-libanesa o la amenaza de los hutíes al tráfico marítimo del mar Rojo. Como en la escaramuza con Pakistán, Irán está implicado en todos esos conflictos, aunque sea de manera indirecta por medio de alguno de sus aliados (Hamás, Hezbolá o los hutíes). No está del todo claro si esos aliados están actuando instigados por Teherán o si es Teherán el que se ve arrastrado por ellos (aunque la verdad es que ambas posibilidades son casi igual de inquietantes). Y ahora la confrontación con Pakistán viene a aportar más datos a ese debate. Si hubiese sido Pakistán el que hubiese atacado primero, todos pensaríamos que lo hacía, quizás, impulsado por Estados Unidos para hacer que Irán se sintiese vulnerable. Pero ha sido Irán el que ha atacado primero, como también antes de eso ha golpeado posiciones occidentales en Irak; de modo que en Teherán no solo no temen a una escalada regional, sino que quieren fomentarla intencionadamente.
Sea una cosa o la otra, lo que sí se puede decir con certeza es que esta serie de crisis simultáneas pone en evidencia los límites y el peligro de la estrategia que Irán ha cultivado a lo largo de tantos años, y que ha consistido en ir alimentando grupos armados al costado de sus enemigos: Hezbolá en el Líbano y Hamás en Gaza para mantener en tensión a Israel, los hutíes en Yemen para amenazar a Arabia Saudí y a Occidente en el Mar Rojo, las milicias proiraníes de Irak para golpear puntualmente a las escasas tropas norteamericanas que permanecen en ese país, o el régimen de Asad en Siria para mantener a raya a Turquía y a los yihadistas del Estado Islámico. Este «eje de resistencia», como lo denomina Irán, en parte ideológico y sectario, en parte oportunista (Hamás es también aliado de Arabia Saudí, enemiga de Irán), le ha permitido proyectar su poder en Oriente Medio sin implicarse en una guerra abierta, pero ha creado una dinámica diabólica. Esa dinámica hace que cualquiera de los aliados de Irán que se ve envuelto en una guerra empuja a los demás a reactivar sus propios conflictos y pone de paso al propio Irán automáticamente en una posición defensiva-agresiva. Es esto, probablemente, lo que explica el ataque en suelo pakistaní esta semana, una reacción desmesurada, y peligrosa, que Teherán no habría tenido en circunstancias normales. En definitiva, Irán parece haberse convertido en rehén de sus propias alianzas y de la retórica maximalista con la que las ha nutrido, hasta el punto de que, para un observador externo (y quizás para los propios ayatolás), ya no está muy claro si es quien mueve los hilos o si se ha enredado en ellos.
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