Hay historias reales que nunca dejan de asombrar. El paso de los años no consigue erosionar la fascinación que producen. Regresan constantemente y, al hacerlo, siempre dejan algún tipo de impacto, nunca pasan de largo, tocan una y otra vez en hombros viejos y jóvenes para que giren la cabeza, para que vuelvan su vista hacia atrás. Sucede con la tragedia de los Andes. Ese viaje extremo por la supervivencia. La lección de que morir no es fácil. No hay placidez en eso de sentarse a esperar la muerte, por muy anunciada que sea esta. Y emerge el grupo humano como único salvavidas: vivir juntos o morir solos. J. A. Bayona ha recuperado para el cine este milagro conocido de los jóvenes uruguayos que, contra todo pronóstico, se mantuvieron con vida en uno de los lugares más inhóspitos del mundo después de que se estrellara su avión. Con la secuencia del accidente aéreo, el realizador ya logra algo diferente, con esa compresión de asientos y pasajeros, convertidos en un siniestro acordeón, con esos aterradores ruidos y silencios. Después viene todo lo demás. Otro tránsito. Y no es de heroísmo fácil ni de aventura. Es de indefensión y desesperación en la nada, sentirse arrojados del mundo, olvidados por todos, también por Dios. Pero también es de dignidad y generosidad; es el simple gesto de acurrucarse juntos para tener calor o presentarse voluntarios para cortar la carne humana al margen de los otros para que no vean ni sepan, aunque sí ven y sí saben; son cuerpos consumiéndose, literalmente, como pequeñas cerillas en una oscuridad infinita. En estos tiempos en los que se celebra el arte de pisar cabezas y en los que muchos emergen hundiendo a otros no viene mal volver a esta historia. Dejarse asombrar.
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