No ha engañado a nadie. Prometió medidas drásticas, tremendamente impopulares y convenció a una parte de la sociedad de que no existía otra alternativa para salvar al país: o terapia de choque o muerte. Muchos cayeron en la trampa, pese a las advertencias de economistas y medios nada sospechosos de cuestionar el modelo económico imperante en el mundo. Y ahí ha aparecido el presidente electo, tal y como estaba previsto, con su política de pala excavadora, con el pelo bien revuelto, para iniciar la demolición indiscriminada de lo público como causa de todos los males. Para empezar, a modo de entrante, con ramalazos autoritarios, la anulación de cinco mil contratos de funcionarios públicos y la revisión de un millón de planes sociales. La deshumanización de la política es otro de los rasgos inquietantes de Milei y de su estrategia (thatcheriana y reaganiana), tan del agrado de Esperanza Aguirre, buque insignia del liberalismo madrileño, expresidenta de una comunidad que curiosamente debe una parte de su prosperidad empresarial a la transferencia de negocio que desde el sector público —ministerios y organismos— se hace al ámbito privado. No sé exactamente qué está jaleando la política madrileña en tierras australes. Argentina se dirige irremediablemente hacia una catástrofe económica y social por muchos motivos. El primero, porque la receta del laissez-faire (dejar hacer al mercado) y la creencia de que una mano invisible se encarga de reasignar los recursos (Adam Smith) constituyen una ilusión que diferentes episodios de la historia y del presente se han encargado sobradamente de desmentir. Las propuestas de dolarización y de drástico recorte de impuestos ignoran las lecciones de otras crisis históricas y abren un panorama sombrío para amplias capas sociales y para miles y miles de negocios. Estamos ante una estrategia enloquecida de demolición, que agravará los males actuales de un país tristemente abocado a un doloroso rescate y a una violencia social sin precedentes.
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