La terraza de mi casa da sobre el patio de un colegio religioso. Un enorme patio que, con unas temperaturas alentadas por nuestra irresponsabilidad, ha incrementado su cualidad de acumulador de calor y hace que proliferen las corrientes térmicas y, con ellas, las bolsas de plástico, hojas y papeles que ascienden por la fachada del edificio. Uno de los papeles que llegó un muy cálido día de otoño a mi terraza contenía una oración o una canción, no sé. De esas que las niñas y niños se aprenden para declamar en clase y en actos religiosos. Extraigo unos versos:
«Si yo fuera limpio de corazón descubriría
[…]
Que no hay razón para levantar barreras, cerrar fronteras.
Que no hay razón para ninguna clase de discriminación.
Que no hay razón para el fanatismo y para no dialogar con alguien.
Que no hay razón para maldecir, juzgar y condenar a nadie.
Que no hay razón para matar, ni para el racismo.»
Lástima que muchos de quienes toman decisiones que afectan a sus respectivas comunidades e, incluso, mucho más allá de ellas —es decir, no solo los políticos—, no lo hayan aprendido, y consideren estos textos poco más que un inocente cuento infantil. Más sangrante es esta renuncia moral entre quienes se declaran católicos; y particularmente aberrante entre los ultracatólicos. En sus respectivas organizaciones políticas parece que contradecir estas enseñanzas es un valor para medrar. Cruel hipocresía de dolorosas consecuencias; veamos.
Por desgracia, la relación inversa entre ambición y ética hace que las incoherencias se multipliquen y agraven a medida que ascendemos en el escalafón del poder; en todo el espectro político. En política se valora la capacidad para sortear las contradicciones con el menor coste electoral posible. Es casi la mejor cualidad para ascender. Ejemplos no faltan en ningún partido.
Estos días asistimos a un genocidio en Gaza y algunos de estos políticos católicos y ultracatólicos lo justifican complacidos. Tanto, que el Ayuntamiento de Madrid ha decidido, a propuesta de quienes «solo se arrodillan ante Dios», conceder su Medalla de Honor a Israel. Qué honor repugnante masacrar a un pueblo vecino. La justificación, paupérrima, es que los israelíes tienen derecho a defenderse. Lo mismo pueden decir otros de los palestinos, que llevan siendo sometidos a un terrorismo mucho más sofisticado y encubierto que el islamista durante décadas. Toda esa violencia es injustificable, venga de donde venga, pues responde a los intereses de dirigentes inmorales que, desde la perversa adscripción a sus respectivas religiones, desprecian el dolor que causan más allá de su población afín; de su «círculo de compasión», que explicara Darwin.
No hace falta tener afinidad con el islamismo —yo no la tengo en absoluto— para ver un flagrante y sostenido abuso de poder en este conflicto. Abuso que se hace patente en el desprecio sistemático de Israel a las resoluciones de la ONU, sobre el conflicto israelí-palestino, orientadas a una convivencia digna de ambos pueblos en sendos estados. A ese desprecio hay que añadir el extremo cinismo de llamar antisionistas a quienes denuncian dicho abuso; como el de pedir la dimisión del Secretario General de las Naciones Unidas, António Guterres, por denunciar las violaciones del derecho internacional humanitario en Gaza.
La solución pasa, necesariamente, por el diálogo multilateral, si el bilateral es inviable. Pero eso requiere apoyo internacional por parte de estados que, ante el aumento de la incertidumbre generada por sucesivas crisis —económicas, sanitarias y ambientales—, están tendiendo a entregar sus gobiernos a ese tipo de políticos que prometen grandeza para sus patrias con discursos de egoísmo y exclusión de los que están fuera de su exiguo círculo de compasión.
Un discurso que apuntala las violencias estructural (explotación, discriminación y represión) y cultural (clasismo, machismo y racismo), sustentando la violencia directa (física o verbal), tal y como nos enseñara el sociólogo noruego, Johan Galtung. Egoístas radicales que, cuando se hunde el barco, saltan los primeros a los botes salvavidas, pisando por el camino a los más débiles. Una patética alianza de Netanyahus, Trumps, Mileis, Orbanes, Melonis y Abascales, con alergia patológica a los Derechos Humanos y a la convivencia digna y pacífica de los pueblos. Unos personajes cuya distancia moral a enseñanzas como las que abren este texto, diciéndose religiosos, no pueden deberse más que a la enajenación. Una enajenación que causa dolor masivo por doquier.
Lo más triste es que haya gente que, incluso oprimida por las suelas de los férreos, y caros, zapatos de estos enajenados, les apoye en esta locura. Veremos cómo cuenta la historia en el futuro esta infamia insoportable.
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