Pocas veces nos paramos a considerar que los libros que leemos, los textos que tantas veces nos fascinan, son traducciones. Nuria Barrios, en su ensayo La impostora (Páginas de Espuma, 2022), invita a reflexionar sobre ello. Nos dice que desde que nacemos estamos obligados a interpretar todo lo que nos rodea y a nosotros mismos. «La traducción es el arte de descifrar». Así, ¿podría ser considerado el mundo como un gran enigma a la espera de ser interpretado, en el que los seres son signos como las palabras escritas?
Para traducir no basta conocer los dos idiomas, la lengua de origen y la de destino que será la materna; es preciso también trasladar el encanto, el eco y la belleza de la primera para llevarla a la segunda, venciendo la resistencia de ambas. El texto original no desea ser modificado, y la lengua de destino ha de hacerle un lugar a unas estructuras lingüísticas y a un vocabulario ajenos a sus recursos y a su propio ritmo. «Entre la lengua de origen y la lengua de destino hay una zona de silencio. Ahí trabaja la traductora», señala Barrios, utilizando el genérico femenino, ya que la mayoría de las personas que se dedican a este trabajo son mujeres. En los estudios universitarios sobre traducción ellas alcanzan el noventa por ciento, sin embargo la mayor parte de los premios sobre el oficio recaen en hombres. Tal vez esto se podría relacionar con lo que se expone a continuación: Barrios cita a la rabina francesa Delphine Horvilleur, quien señala un error de traducción que ha tenido grandes consecuencias. En el Génesis se dice que Dios creó a Adán, y de su «costilla» a Eva; la palabra hebraica era tzela, traducida como «costilla», pero en otras partes de la Biblia se tradujo como «lado» o «costado». Si se hubiera mantenido la interpretación según la cual el hombre y la mujer están uno «al lado» del otro como iguales, tal vez no se hubiera arrastrado la primacía del hombre sobre la mujer, base del patriarcado presente en nuestra cultura.
Conviene recordar que el traductor está ejerciendo un arte. Su tarea consiste en zambullirse en el océano de dos lenguas como un submarinista que nada «al lado» del autor. La traducción no es un apéndice del original, al desplazarse a otro idioma este se va a convertir en algo distinto. En una obra literaria traducida hay dos escritores, el uno trabaja para que brille el otro, y desde la sombra en la que se oculta el traductor se proyecta lo que le importa al lector, que no es más que la luz desprendida de la belleza del texto. Gracias, traductores.
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