Roberto Abdul es el presidente de Súmate, una asociación venezolana, relacionada con distintas fuerzas opositoras, que viene realizando el seguimiento y denuncia de las irregularidades en los procesos electorales en su país, donde el impedimento para la libre concurrencia de las fuerzas políticas viene siendo una constante. Abdul ha sido detenido el 6 de diciembre, en el marco de una nueva campaña de hostigamiento a líderes opositores y personalidades de la sociedad civil. Su detención arbitraria se suma a las recientes de Henry Alviarez, Claudia Macero y Pedro Urruchurtu (del partido político «Vente Venezuela»), demostrando de manera contumaz que, en Venezuela, el ejercicio de cualquier labor política o cívica que no comulgue con los intereses del gobierno comporta poner en peligro la propia libertad. La detención se produce en un momento en el que el gobierno pretende reafirmar su poder minando las posibilidades de que sus oponentes desarrollen libremente su acción política, lanzándose, además, de manera inquietante, a la reivindicación territorial de la región del Esequibo, en la vecina Guyana, a despecho de las resoluciones de la Corte Internacional de Justicia y amenazando la paz y la estabilidad en la región.
Zahra es una de las víctimas de la brutalidad policial, en el contexto de represión de las protestas del movimiento «Mujer, Vida, Libertad» que reclama el fin de las políticas opresivas frente a la mujer en Irán. Zahra fue violada por un agente de las Fuerzas Especiales de la policía y describió las secuelas psicológicas duraderas que padece: «Creo que nunca volveré a ser la misma persona de antes. No hay nada que consiga llevarme a mi estado anterior, devolverme el alma […] Espero que mi testimonio permita hacer justicia y no sólo en mi caso.» Su relato de lo sucedido se recoge en un informe de Amnistía Internacional que describe 45 casos de violación y otros 29 de otras formas de violencia sexual, producidos en los últimos meses y que son muestra de su utilización como forma de castigo a las manifestantes por agentes de seguridad. No se ha producido ninguna investigación ni medida disciplinaria frente a los agentes, que gozan de la mayor de las impunidades, amparados por las oleadas represoras frente a cualquier movimiento cívico que reclame libertades en Irán.
Issam Abdallah era un periodista de la agencia Reuters que el 13 de octubre se encontraba en el sur del Líbano documentando las actividades militares de Israel en la escalada de hostilidades en la frontera entre ambos países, en paralelo al inicio del ataque a Gaza. Amnistía Internacional, con el apoyo técnico de Earshot y Beck Audio Forensics, ha podido acreditar que el ataque se produjo pese a que tanto Issam como sus compañeros de la Agencia France Press (AFP) y de Al Jazeera estaban perfectamente identificados y visibles a distancia como periodistas. Además, se había realizado por el ejército israelí un repetido reconocimiento aéreo y no se encontraban en zona de fuego cruzado en ese momento ni cerca de unidades militares libanesas o de Hezbolá. Aun así, fueron objeto de disparos dirigidos específicamente a ellos por un tanque (un forma de proceder que nos recuerda al homicidio de José Couso aquel 8 de abril de 2003 en Bagdad, por cierto). Issam falleció en el ataque y otros 6 periodistas fueron heridos, una de ellas muy gravemente (Christina Assi, fotoperiodista de AFP, con amputación de una pierna).
Este crimen de guerra se suma a la multiplicidad de violaciones del IV Convenio de Ginebra (1949), relativo a la protección general del conjunto de la población de los países en conflicto, cometidos por Israel en Gaza, en su desproporcionada y cruel respuesta al ataque de Hamas sobre su territorio. Todo ello sin una respuesta suficientemente firme de la comunidad internacional que ponga fin a los ataques a objetivos civiles (incluyendo dependencias sanitarias y de las propias Naciones Unidas en Gaza), frene el castigo colectivo a la población palestina y evite los desplazamientos masivos y forzados de población.
Los ejemplos de Roberto, Zahra e Issam son tres casos recientes de los miles que Amnistía Internacional aborda en sus investigaciones, informes y denuncias a lo largo del año. Una buena muestra de cómo gobiernos de todo el mundo (y también agentes no estatales) no tienen reparos en reprimir la protesta, silenciar las voces que consideran incómodas, encarcelar o agredir a quienes desean ejercer sus derechos civiles y políticos, o utilizar la fuerza en cualquier conflicto sin detenerse en ninguna consideración humanitaria elemental.
75 años después de la aprobación por la Asamblea General de las Naciones Unidas, el 10 de diciembre de 1948, de la Declaración Universal de los Derechos Humanos (DUDH), la brutalidad del poder sigue siendo un rasgo dominante y la causa primera de su transgresión. Continúa resultando necesario poner límites a la acción violenta y represiva de los Estados y proclamar, como hace el artículo 1 de la DUDH, que la dignidad y los derechos inherentes a nuestra condición humana deben ser intocables y que, como proclama el artículo 28 de la DUDH «toda persona tiene derecho a que se establezca un orden social e internacional en el que los derechos y libertades proclamados en esta Declaración se hagan plenamente efectivos».
Es decir, las reglas que establezcamos (y que hagamos cumplir) en el ámbito nacional e internacional, deben tener como eje principal el respeto y promoción de los derechos humanos, tantas veces supeditados a otros intereses o directamente negados por quien ve en ellos un impedimento para sus objetivos. Así, aunque, la DUDH dio lugar a una construcción amplia y protectora recogida en el Derecho Internacional de los Derechos Humanos y el Derecho Internacional Humanitario (aplicable en los conflictos armados), asumida por muchos Estados, vivimos en una época en la que, la ausencia de mecanismos de rendición de cuentas con verdadera capacidad de actuación y la acción contraria de las grandes potencias (también de muchas de las emergentes) cuestionan la validez y efectividad de la DUDH. Lo hacen no sólo por la divergencia entre sus compromisos y la práctica, sino por la cada vez más abierta negación de los principios que subyacen en la DUDH.
A ello se suman los riesgos de la extensión de los conflictos armados, la proliferación del uso de la fuerza frente al ejercicio del derecho a la protesta, la capacidad de agentes no estatales para imponer su propia y espuria ley (véase la situación de países como Libia o los del Sahel); o la nueva y enorme dimensión en el control social de las personas, de su identidad o de su propia seguridad y privacidad que viene de la mano del desarrollo acelerado y desregulado de la inteligencia artificial.
Hoy vuelve a ser revolucionario reivindicar que nacemos libres e iguales. reafirmar el derecho a la integridad física, a un proceso justo, a la propia identidad y personalidad, a la igualdad ante la ley, a no ser arbitrariamente preso o detenido, a la libre circulación, a vivir sin injerencias arbitrarias en la vida privada ni ataques a la honra o reputación, entre otros derechos recogidos en la DUDH. La libertad de expresión, el derecho de reunión y asociación, y la participación en los asuntos públicos, así como la conformación democrática del poder, que también están presentes en la DUDH, siguen siendo derechos y libertades terriblemente violentados a escala global.
Los derechos civiles y políticos, corazón histórico de las declaraciones de derechos humanos desde su origen, viven su otoño, entre la negación y el acoso, y con menos conciencia de su importancia por muchos de sus propios titulares, pese a sus carácter instrumental para el logro de otros derechos (los económicos, sociales y culturales que ya contempla la DUDH y los derechos de tercera y cuarta generación, de conceptualización posterior). La propia noción básica de los derechos comprendidos en la DUDH y su carácter indisociable de las aspiraciones humanas se cuestiona con intensidad. Por eso es necesario reivindicar su vigencia y batirse el cobre por la dignidad humana, por Roberto, Zahra e Issam y por tantos millones de víctimas a las que, en una celda, bajo las bombas o sometidos a persecución, nunca preguntan por la universalidad de los derechos antes de arrebatárselos.
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