El mundo parece haberse empeñado en alejarse un poco más de aquellos tiempos de la tele de tubo y de la liturgia del canal único con emisiones contadas. Entonces se recibía en las casas a aquellos señores y señoras como si fueran visitas ilustres y la costumbre acababa convirtiéndolos para muchos en parte de la familia, porque también se sentaban a la mesa de la cocina a la hora de la comida, el café y la cena. Ocurrió con Concha Velasco, que empezó siendo Conchita, una chica cercana, vital y pizpireta. Después, a actores como ella les costó un poco sacudirse la caspa, que no era caspa, más bien ceniza o polvo procedente de aquellos años y que en realidad estaban tanto en los ojos como en los hombros de todos, no solo de ellos.
Durante un tiempo se les lanzaron miradas que oscilaban entre la desconfianza y la condescendencia. Como si hubiera que condenarlos al blanco y negro y la pandereta, como si tuvieran ellos culpa de la etapa en la que les tocó vivir y el ecosistema en el que desarrollaron sus carreras, como si en cada uno de sus pasos hubieran sido dueños de sus destinos.
Concha Velasco es parte de una generación de intérpretes españoles (muchos de ellos cómicos) cuyas carreras explotaron antes de la democracia. Se dejaron la piel en su trabajo y cargaron con un estigma durante años, el de formar parte de una especie de vieja guardia que le alegró la vida a los espectadores lo mejor que pudieron en cada momento. Se dedicaron a entretener, una de las labores más necesarias del mundo. No parece casualidad que en la misma semana se hayan marchado Concha y Cuéntame. Como si hubieran hecho las maletas juntos para este viaje.
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