Contrariamente a una creencia muy extendida entre los cinéfilos, uno de los personajes que interpreta Peter Sellers en ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú no es una parodia de Henry Kissinger. A pesar de que tiene el mismo acento, no podría serlo porque, como se insinúa en la película, este asesor presidencial es un ex nazi (Sellers pensaba en Von Braun). Kissinger, en cambio, era una víctima de los nazis, un muchacho judío, llamado en realidad Heinz, que huyó con su familia a Estados Unidos justo a tiempo (1938) de salvar la vida. Se nacionalizó norteamericano, pero se quedó el acento como quien salva una sola cosa de un incendio. Sus colaboradores decían en broma que lo fingía para inspirar autoridad, pero más bien era un resto de timidez: como adolescente en Estados Unidos, apenas hablaba. Y, sin embargo, cuando escribió su tesina de licenciatura se explayó de tal modo que Harvard tuvo que establecer la llamada «Regla Kissinger», que sigue en vigor todavía y limita la extensión de las tesinas a 150 páginas (la de él tenía cerca de cuatrocientas).
Ni siquiera sus mayores críticos le discutían su talento a Kissinger, que falleció hace unos días a los cien años de edad. Su técnica del shuttle diplomacy es ahora una de las herramientas más utilizadas en resolución de conflictos. Consiste en crear artificialmente una negociación entre dos países que no se hablan a base de volar del uno al otro llevando mensajes y propuestas. Era un procedimiento extenuante que requería, además de las habilidades del mediador, las del viajante de comercio, habituado a hacer maletas y resistente a la tristeza de las habitaciones de hotel. Porque, más que un negociador, se puede decir que Kissinger era un negociante, un superdotado intercambiador de cromos en aquel mercado del Apocalipsis que era la diplomacia de la Guerra Fría. El resultado es que sus huellas dactilares están por todas partes en la década furiosa de 1970. Están en lugares terribles (las dictaduras sudamericanas, Camboya, incluso en el asunto del Sáhara) y están en lugares más honorables, como la paz en Vietnam o el viaje de Nixon a China, del que se hizo incluso una ópera en la que Kissinger canta con voz de bajo sus principios.
Esos principios no eran éticos, sino teóricos. Kissinger es el máximo exponente de lo que en los estudios de relaciones internacionales se conoce como «realismo», una teoría con nombre de movimiento estético que se resume en que el bien supremo para la comunidad internacional es la estabilidad. El «realismo» puede llegar a ser cínico, porque para mantener esa estabilidad está dispuesto a sacrificar a muchos inocentes, pero su raíz no es el cinismo, sino el pesimismo respecto a la condición humana y las relaciones entre países, de los que solo se pretende que al menos no se destruyan en una guerra mundial o nuclear. No es una teoría bonita (lo que no quiere decir que sea equivocada) y Kissinger, al abrazarla con naturalidad y afán de protagonismo, se convirtió en un símbolo de los pecados de la diplomacia. Pero esos pecados no eran tanto los suyos como los de aquellos entre los que mediaba, quizá en el fondo los de las sociedades que esos gobernantes representaban. Quiero pensar que fue por eso por lo que, cuando le dieron el Nobel de la Paz, declinó ir a la ceremonia de entrega pretextando problemas de agenda. Creo que él sabía que no lo merecía, como no lo merecían muchos otros que lo han recibido. Hasta puede que creyera que la paz no merece tener un premio, porque no es más que un frágil período de entreguerras.
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