Frente al féretro del alcalde, el corazón se encoge y los ojos se humedecen.
La solemnidad de la Casa Consistorial y su salón de plenos, de las banderas y los agentes de la policía local guardando las puertas, hacen saber que allí se vela al primer edil. Pero la motivación de quienes guardan larga espera es presentar su sentido respeto más al hombre que al cargo.
Las políticas desarrolladas desde la responsabilidad del cargo de alcalde de Mieres podían ser debatidas, rechazadas o apoyadas. La bonhomía del hombre no tiene discusión.
Quien les escribe estas líneas admiraba, y seguiré haciéndolo, a Aníbal Vázquez.
Lo hago esencialmente por dos razones.
La primera, por su capacidad para tratar al opositor como adversario, nunca como enemigo. Tras los debates, en ocasiones broncos —tensión que hoy, años después, lamento y creo inútil—, era capaz de retomar el trato cariñoso con quien había discutido, adornándolo con una sincera sonrisa.
La segunda, su natural condición de líder, refrendada en sucesivos procesos electorales, sanamente envidiada por quienes alguna vez hemos concurrido a unas elecciones.
La discrepancia ideológica no es incompatible con el respeto, admiración y cariño.
La muerte de Vázquez —tan injustamente prematura— cubre de tristeza, más allá de los límites del concejo de Mieres, a cuantos lamentan la ausencia de un hombre bueno.
Si algo afianza la fe es la justa existencia del cielo para alguien como Aníbal.
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