El bicentenario del martirio de Rafael del Riego, un motivo para la reflexión

OPINIÓN

Retrato de Rafael de Riego
Retrato de Rafael de Riego

01 nov 2023 . Actualizado a las 05:00 h.

El próximo martes, 7 de noviembre, se cumplirán doscientos años del ahorcamiento de Rafael del Riego en la plaza de la Cebada de Madrid, tras ser arrastrado por las calles en un serón de paja tirado por un burro. Fue privado del derecho que tenía como mariscal de campo a ser juzgado por un tribunal militar y, en caso de ser condenado, a morir fusilado. El fiscal, Domingo Suárez, había pedido «que del cadáver se desmembre su cabeza y cuartos, colocándose aquella en las Cabezas de san Juan, y el uno de sus cuartos en la ciudad de Sevilla, otro en la isla de León, otro en la ciudad de Málaga, y el otro en esta corte en los parajes acostumbrados y como principales puntos en que el criminal Riego ha excitado la rebelión y manifestado su traidora conducta».

El tribunal, en su sentencia, asumió la condena a la horca y añadió que fuese conducido al patíbulo «en calidad de arrastrado», pero omitió el descuartizamiento. No era una pena extraña en aquellos tiempos bárbaros, pero quizás temiesen el rey y los jueces serviles el riesgo de que sus restos fuesen honrados o rescatados por sus partidarios y, sobre todo, la reacción de la opinión pública europea y de unos gobiernos que, a pesar de haber apoyado la invasión francesa, comenzaban a mostrarse horrorizados por la brutalidad de la represión.

Riego se unió al ya entonces largo martirologio liberal, pero su nombre pervivió en la memoria colectiva incluso por delante de los de Porlier, Lacy, Acevedo, el Empecinado o Torrijos. Si el 1 de enero de 1820 era un teniente coronel desconocido por el público, en solo unos meses se convertiría en el héroe de las Cabezas, en el símbolo de la libertad.

No solo había sido el primer oficial del ejército acantonado en Andalucía que se pronunció por la Constitución, sino que, en una acción que hasta sus enemigos califican de tan osada como decisiva, capturó el cuartel general y arrestó a los generales que estaban al frente de esas fuerzas. Algunas acciones posteriores contra las tropas realistas y, sobre todo, que encabezase la expedición que, desde el 27 de enero, recorrió Andalucía para extender la revolución, aumentaron su prestigio. Fue en esa columna, que mandaba junto a Evaristo San Miguel, donde nació el himno que lleva su nombre, al que el gijonés puso letra y que, en 1822, las Cortes convertirían en marcha nacional de ordenanza. La historia lo transformaría en una especie de Marsellesa española, cantada por progresistas, demócratas y republicanos, y, en 1931, en himno nacional de España.

Su firme defensa de la conservación del llamado ejército de la Isla, que los liberales más progresistas veían como una garantía frente a una contrarrevolución absolutista, aumentó su popularidad. La doble destitución que sufrió de los cargos de capitán general de Galicia y de Aragón, en septiembre de 1820 y agosto de 1821, especialmente la segunda, reforzó su reputación de honesto y firme defensor del sistema constitucional, perseguido por políticos incapaces o incluso traidores. Los electores lo resarcieron eligiéndolo diputado por Asturias en las elecciones celebradas ese último año.

Nadie se atrevía entonces a criticarlo abiertamente, pero no solo irritaba a los absolutistas, los liberales conservadores lo consideraban un peligro por su apego a una Constitución que establecía el sufragio universal masculino y un parlamento con una sola cámara, sin otra, reservada a nobles y eclesiásticos, que pudiese atemperar las veleidades democráticas e igualitarias de los representantes del pueblo. No era un jacobino, siempre fue fiel a un rey que no lo merecía, llegó a pedir que se dejase de gritar ¡Viva Riego!, si eso dividía a los liberales, pero unas frases de unas proclamas que dirigió a los aragoneses en agosto de 1821, cuando iba a comenzar el proceso electoral, explican por qué fue destituido poco después y también por qué el conservadurismo lo maltrató tras su muerte, incluso hasta hoy: «vosotros; comerciantes, labradores y artesanos, parte la más necesaria, y también la más despreciada de esta pobre y vilipendiada Nación, vosotros sois los que estáis más inmediatamente interesados en que las elecciones recaigan en ciudadanos de probidad conocida […] y un ardiente entusiasmo por nuestras sabias instituciones».

Pocos días después escribiría: «Las clases privilegiadas jamás nos perdonarán las legítimas y justas reformas que están sufriendo, y aun deberán sufrir por el bien general de la Patria; y así no dejarán pasar cualquier ocasión que se les presente para entorpecer la marcha majestuosa de nuestra inmortal Constitución: terror y asombro de las clases parásitas y no productoras, y de los déspotas de la tierra». No se equivocaba.

Al lector del siglo XXI le puede sorprender que un capitán general publicase proclamas sobre el proceso electoral, pero entonces no había partidos reconocidos que se enfrentasen, aunque sí tendencias que los anunciaban, y el propio gobierno había invitado a los jefes políticos (gobernadores civiles) a que las escribiesen, aunque para pedir el voto a las clases acomodadas. Riego no lo pedía para nadie concreto, solo invitaba a los ciudadanos a participar en las elecciones, pero el sentido transformador y popular que le daba a la Constitución no podía agradar a un gobierno que, en el fondo, deseaba modificarla para hacerla menos democrática. Él mismo contaba en esas fechas cómo había impulsado la creación de tertulias patrióticas por todo Aragón, reuniones que servían para la formación política del pueblo y la difusión de los principios constitucionales.

En 1823, al condenar a Riego a una muerte cruel y humillante, no se quiso solo vejar a un hombre, sino a todo lo que representaba, a la libertad, a las luces, a la nación soberana, al régimen representativo.

Cuando los liberales de orden critican la exaltación de Riego, olvidan que el juez instructor y miembro del tribunal que lo condenó, Alfonso de Cavia, había sido detenido en Oviedo, de cuya Audiencia era magistrado, el 16 de abril de 1821, a petición del pueblo amotinado. Fue un acto ilegal de los «exaltados», similar a los ocurridos en muchas otras ciudades como consecuencia de la invasión de Italia por Austria, que había puesto sangriento final a la experiencia constitucional de Nápoles y Piamonte y llenaría España de exiliados.

Los realistas españoles cobraron fuerza y se jactaban públicamente de que pronto sucedería aquí lo mismo que en la otra península mediterránea. El gobierno conservador de Feliú y Bardají ordenó la liberación inmediata de los arrestados, pero eran verdaderos serviles. Cavia fue trasladado a Cáceres y siguió ejerciendo de magistrado, la regencia absolutista, traída por los invasores franceses, lo llevó en 1823 a la Sala de alcaldes de Casa y Corte del repuesto Consejo de Castilla.

La revolución española había sido extremadamente generosa: amnistió a los afrancesados y les permitió recuperar sus bienes y sus derechos políticos; perdonó a los diputados «persas», que habían violado en 1814 su juramento a la Constitución, a cambio de que renunciasen a los cargos obtenidos por su traición; amnistió a los rebeldes americanos en un intento de buscar la paz; mantuvo a los jueces y magistrados del antiguo régimen, algo de lo que se arrepentirían muchos liberales, también conservó a la mayoría de los mandos militares que aceptaron la Constitución, y no persiguió a nadie por sus ideas o fechorías pasadas.

El Estado siguió infestado de serviles a cambio de la reconciliación. Los llamados exaltados, sin duda con excesos verbales y, en ocasiones, poco respeto por los procedimientos legales, proponían mayor dureza con los enemigos del régimen, pero predominó la moderación hasta que, en 1822, los serviles se lanzaron claramente al camino del golpe de estado y la insurrección. Incluso después, los excesos liberales, algunos hubo, se produjeron en un contexto de invasión militar extranjera y guerra civil, en el que los absolutistas maltrataban, robaban y asesinaban a los constitucionales.

La represión realista de 1823 parece un anuncio de la franquista del siglo siguiente. Se establecieron tribunales militares para juzgar a civiles en tiempo de paz; se aplicaron las leyes con carácter retroactivo, como sucedió con Riego y denunció su honesto y valiente abogado, es decir, que se condenó a los reos por actos que en su momento eran legales; se incautaron los bienes de los desafectos al régimen absolutista; funcionarios, jueces, militares, profesores, estudiantes, debieron someterse a purificación, un precedente de las depuraciones sistemáticas del franquismo; los impurificados se contaban por millares y se convertían en parias, si no sufrían la cárcel.

Los voluntarios realistas humillaban a los liberales y a sus familias, les daban palizas o los obligaban a cantar canciones realistas, incluso cometían asesinatos. Un retrato de Riego, una bandera con la inscripción «libertad», podían llevar al cadalso, como le sucedió a Mariana Pineda.

Riego no fue condenado por su levantamiento, sino por haber votado como diputado la incapacitación temporal del rey, solo había durado unos días, que en junio de 1823 se negaba a trasladarse de Sevilla a Cádiz, donde era más fácil la defensa contra los franceses. En Francia, incluso en Inglaterra, los diputados no hubiesen sido tan corteses con el monarca, nuestros «jacobinos» de 1823 lo eran solo a los ojos de los defensores de la Inquisición. Fueron varias decenas los diputados condenados a muerte por ese motivo, entre ellos los asturianos Agustín Argüelles y José Canga Argüelles, solo se cumplió la sentencia con Riego. Es cierto que otro diputado de esas Cortes, Manuel Flores Calderón, sería fusilado en 1831, pero sin juicio, era uno de los compañeros de Torrijos, cuya ejecución inmortalizó Gisbert.

Se había anunciado en 1814, pero 1823 fue el primer episodio de esa historia cainita que condujo al poeta Ángel González a compararla con la morcilla de nuestra tierra: «se hacen las dos con sangre, se repiten». Ya hace 84 años que terminó la última guerra civil, la Constitución cumple pronto 45. Nunca hubo hasta ahora una democracia tan duradera en España, ni un intervalo tan largo entre guerras civiles en la Edad Contemporánea. No es cosa menor. Ninguna democracia, ningún sistema político, convertirá a este mundo en un paraíso, pero sin libertad nunca habrá justicia y sin ambas no se avanzará en la igualdad.

En 1823 no solo se instauró una tiranía, se acabó con la reforma educativa que establecía el primer sistema de enseñanza pública y moderna en España, se frenaron las reformas económicas, se demoró, sin duda, una industrialización que llegaría con enorme retraso en comparación con los principales países de Europa occidental. Guerras civiles y dictaduras, el fanatismo y la intolerancia, se reproducirían en los siglos XIX y XX y lastrarían el progreso. Quizás la reciente parezca aburrida, puede que la vida política sea mediocre, siempre será imperfecta, pero no creo que debamos arrepentirnos por haberle quitado sangre a nuestra historia y haberla condimentado con una dosis desconocida de libertad.