Esto fue hace casi veinte años en Madrid. Había asistido a una inauguración del pintor Lamazares en La Caja Negra, la galería del también amigo Fernando Cordero, y me invitaron a una velada de flamenco que se había armado en la Sala Caracol como fin de fiesta. Allí me encontré con otros conocidos. Uno de ellos, que sabía de verdad de esto, me fue recitando con devoción los nombres de los artistas presentes: María Jiménez, Pansequito, Chorrohumo y otros flamencos famosos que no recuerdo. Nunca antes había pisado yo la Sala Caracol, no la he vuelto a pisar y sé que no la pisaré otra vez porque ya no existe. Echó el cierre en pandemia, como tantos otros lugares que ahora son recuerdos. Entonces arrastraba aún su fama de enclave flamenco en Embajadores, la parte de Madrid a la que históricamente han llegado los trenes de Andalucía. En las mesas redondas de su amplia penumbra de antigua nave industrial se repartía el público: una mezcla de gente del mundillo de las artes plásticas con sus camisas negras y sus gafas de pasta, otros que parecían de la set marbellí y algunos aficionados auténticos.
La cosa no fue bien. Se arrancó el primer cantaor, pero no pasó de ahí. Por lo visto, entre bambalinas se había producido, si no una reyerta lorquiana, casi. Las razones solo se podían intuir. Viejas rivalidades mal curadas entre los músicos… Quién sabe. El caso es que ahí se suspendió el concierto, se encendieron las luces y el público se fue algo desconcertado. Solo nos quedamos una veintena de supervivientes remoloneando para acabar la copa. Y entones ocurrió lo que importa.
Pepa Castro, que había venido desde Galicia para el concierto, nos contó luego que en el baño de señoras había oído a una mujer que se lamentaba como en un romance popular, diciéndose a sí misma: “¡Ay, María, ¡qué sola estás con la Luna!” Y era María Jiménez, que tenía una noche triste por alguna razón. Las dos mujeres enumeraron sus penas respectivas y la sevillana le dijo a la compostelana que la había animado a cantar. Se sentó entre el grupito, pidió un «Juanito el caminante» con dos hielos, y entre sorbo y sorbo de Johnnie Walker, en vaso ancho, fue desgranando rumbas, tangos y viejas canciones suyas aflamencadas. Se empezó a sentir una guitarra, y era que Cuchús Pimentel la había sacado de la funda sin hacer ruido. Cuando María Jiménez se fue para siempre hace pocas semanas se habló mucho de su vida tormentosa de sinsabores y desamores, pero dudo que todo lo que contaron los periodistas del corazón se entendiese mejor que escuchándola cantar aquella noche en la Caracol de Madrid en esa voz del flamenco, que es un género que nació precisamente para poder quejarse con dignidad y belleza. Estaba María Jiménez elegante como una gran señora, irónica como todo el que ha superado demasiadas penas, la voz quebrada justo donde es verdad. Y yo, que de flamenco no sé nada, me quedé con la impresión de saber aún menos, con la única certeza de mi ignorancia respetuosa. Así cantó María Jiménez tres, cuatro horas, quizá cinco. No se sabe. Si aquello se acabó fue solo porque el tiempo no es infinito y el día siguiente estaba llamando impaciente a la puerta.
Cuando salimos a la calle nos aturdió el amanecer en Embajadores, que se había presentado de repente con esa luz de farola vieja que tiene noviembre y con el ruido del día que comenzaba con prisa y tráfico. Solo en el taxi, camino de casa, tenía la sensación de haber presenciado algo solemne, como cuando uno vuelve de un rito sagrado.
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