El Ministro francés del Interior, Gérald Darmanin, capitanea una reacción del aparato del Estado en el país vecino para impedir que se exprese en las calles el sentimiento de solidaridad con el pueblo palestino. No contento con hostigar desde 2022 a los colectivos de apoyo a la causa palestina (sólo el Consejo de Estado impidió en último término la ilegalización de las asociaciones Collectif Palestina Vaincra y Comité Action Palestine), ahora, cuando el mundo asiste con horror al uso desproporcionado de la fuerza con consecuencias letales para miles de civiles palestinos, pretende sofocar toda voz que reclame frenar el ejercicio brutal de la fuerza por Israel, sobre la base de los riesgos para el orden público.
Prohibir a trazo grueso las movilizaciones ciudadanas por el carácter controvertido y doloroso del asunto que se aborda, o porque en su seno se puedan producir expresiones de rabia, erosiona gravemente el ejercicio del derecho de manifestación y reunión. En el caso de las manifestaciones de este fin de semana, algunos tribunales (Orleans o Montpellier, por ejemplo) han revocado las prohibiciones prefectorales y el Consejo de Estado le ha tenido que recordar al Gobierno que no se puede pretender una prohibición sistemática, que es lo que Darmanin ha instado.
Hablamos del mismo Gobierno que ha profundizado la preocupante brecha entre fuerzas de seguridad y sociedad civil en su país; que avala ejercicios desmedidos de la fuerza contra las manifestaciones sindicales (como sucedió meses atrás en el proceso de movilización frente al retraso de la edad de jubilación); y que justifica sin matices la represión a los manifestantes que protestaban frente a nuevas balsas de agua en Sainte-Soline. Un Gobierno que dice ser una contención frente a la extrema derecha pero (y no es el único en Europa en la misma tesitura) asume su agenda y sus prácticas securitarias, hasta difuminar en este plano toda diferencia con lo que pueda venir después de ellos.
En el Reino Unido, el Gobierno de Sunak exige a la policía mayor dureza contra las manifestaciones propalestinas, protesta contra el uso de la palabra «milicia armada» que emplea la BBC para describir a las brigadas vinculadas a Hamas y considera (así lo ha dicho su Ministra del Interior, Suella Braverman) que el mero hecho de exhibir una bandera palestina o lanzar consignas en favor de esta causa es una incitación a la violencia que debe ser prohibida.
En Alemania, se valora prohibir el uso de la kufiya por el alumnado en las instituciones educativas y se restringen severamente las manifestaciones por el temor a que deriven en mensajes antisemitas. En Zúrich o Basilea igualmente se impiden las manifestaciones de solidaridad con la causa palestina. En España, un espectador del Éibar es expulsado del estadio por blandir una bandera palestina, contrariamente a lo que sucede en otros países, donde las aficiones del Celtic de Glasgow o del Liverpool han desafiado las prohibiciones con muestras de solidaridad (en Anfield, con el mensaje elemental y desesperado de «for God’s sake, save Gaza»)
Esta forma de proceder se nutre de una visión opresiva y distorsionada del orden público, que reduce las libertades civiles hasta su anulación y que desea imponer la uniformidad y el silencio, la ocultación de lo que molesta. Y lo que aquí perturba es poner de manifiesto cómo los dirigentes occidentales usan groseramente un doble rasero que les deslegitima políticamente. Así sucede cuando, salvo honrosas excepciones, líderes de gobiernos en Europa y Norteamérica no se atreven a exigir de manera firme e inequívoca (y no indirecta o con meras apelaciones retóricas) que Israel respete el Derecho Internacional Humanitario que protege a la población civil en situación de conflicto.
Los mismos que, llegados a este punto de escalada, con una catástrofe humanitaria en ciernes, no son capaces de demandar un alto el fuego que la evite. A su vez, las escasas muestras de apoyo al Secretario General de Naciones Unidas cuando dice una evidencia (que la violencia de Hamas no se produce en el vacío) ponen de relieve la escasa voluntad de los países con capacidad de presión sobre Israel para abordar un conflicto dramático pendiente de resolver, que lo envenena todo.
La falta de voluntad real para materializar una solución de dos Estados con fronteras estables, reconocidas y seguras equivale a seguir permitiendo que Israel, en su creciente radicalización, continúe haciendo de todo punto inviable la única salida, prolongando este guerra infinita y episódica, y dando de paso todo el protagonismo a Hamas en detrimento de la Autoridad Nacional Palestina.
Al compartir el discurso falaz de que toda expresión de apoyo a la causa palestina significa justificar la actuación de Hamas y la Yihad, se da, indirectamente, plena coartada a la respuesta militar israelí en curso. En esa lógica perversa, identificando una causa y a todo un pueblo con el ejercicio de la violencia y con el terrorismo (por acción o por cobijar a los autores), estará justificado negarle toda interlocución legítima, desproveerle de derechos básicos, someterle cruelmente a la privación de suministros básicos, vapulear y humillar a la población en los territorios ocupados, atacar todo aquel lugar de Gaza donde hipotéticamente se esconda un terrorista, no dejando piedra sobre piedra. Jalear la venganza israelí (otorgando un derecho de represalia que va mucho más allá de cualquier ley del talión) y negar el derecho a expresar la solidaridad con el pueblo palestino ante este espanto, son las dos caras de la misma moneda.
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