Es difícil que en el mundo real los conflictos se reduzcan a enfrentamientos entre buenos y malos, que solo existan el blanco y el negro, sin matices. Incluso en la Segunda Guerra Mundial, en la que la perversidad del nazismo y el fascismo resulta poco discutible, pueden ponerse muchos peros tanto a las motivaciones como al comportamiento de los aliados. A la voluntad de británicos, franceses y holandeses de conservar sus imperios coloniales, con manifiesta falta de respeto a lo que habían aceptado al crear la ONU, y al expansionismo soviético, pero, sobre todo, a la utilización de bombas atómicas en Japón, a los bombardeos masivos sobre la población civil en Alemania y Europa central o a la violación de cientos de miles de mujeres, especialmente por soldados y oficiales del ejército rojo. Todo ello sin olvidar las limpiezas étnicas, especialmente la de millones de alemanes del este. La victoria aliada salvó al mundo de la peor barbarie, pero eso no justifica los crímenes que se cometieron en la guerra y la posguerra, aunque la brutalidad del nazismo y del imperialismo japonés pueda, en parte, explicarlos.
El 7 de octubre Hamás realizó un ataque masivo contra civiles desarmados, asesinó a sangre fría a niños y ancianos, en una acción coherente con su voluntad de acabar con Israel y exterminar o expulsar a todos los judíos de Palestina, que solo puede ser calificada de genocida y, al contrario de lo que suele hacerse habitualmente, utilizo el término con precisión. El asesinato y secuestro de personas durante horas, en un amplio territorio, no es un atentado, es un ataque genocida contra un grupo humano. El paralelo lanzamiento de cohetes sí puede considerarse una acción de guerra, pero el objetivo principal de Hamás no era el ejército israelí.
Es indudable que Israel tenía derecho a defenderse, que cualquier Estado hubiese tomado represalias frente a un ataque así y que Hamás lo sabía y lo buscaba, sin embargo, lo que se vio al día siguiente en algunas ciudades, entre ellas Madrid, cuando el ejército y la policía israelíes se limitaban a recoger cadáveres e intentar expulsar a los terroristas infiltrados, fueron manifestaciones de apoyo al pueblo palestino.
Israel, con la ocupación ilegal durante décadas del territorio que los acuerdos internacionales otorgan a los árabes palestinos, con su política de apartheid en las zonas ocupadas y con la brutalidad que ejerce habitualmente contra los habitantes de Cisjordania y Gaza, ha perdido fuerza moral en este conflicto. Eso no impide que un crimen sea un crimen y que la voluntad de Irán, y de las organizaciones que apoya, de destruir ese país sea genocida y un obstáculo evidente para cualquier negociación.
La historia no justifica nunca nada, menos todavía la barbarie, pero ayuda a comprender lo que sucede en el presente. Eso sí, no puede utilizarse de forma sesgada. En la época del imperio turco la población judía de Palestina era muy escasa, solo unos pocos miles de personas. Desde la ocupación de ese territorio por los británicos, tras la Primera Guerra Mundial, la emigración de judíos, sobre todo europeos, se incrementó. No iban por turismo, no eran opulentos capitalistas, sino sobre todo campesinos, artesanos y obreros, mayoritariamente pobres, que huían de una Europa que llevaba siglos persiguiéndolos. En España sabemos bien de eso, aunque la limpieza étnica, los asesinatos, incluso quemándolos en la plaza pública, y las conversiones forzosas hubiesen sido cosa de la Edad Moderna. En la Europa central y del este los pogromos, el asesinato masivo de judíos, la quema de sus casas y saqueo de sus bienes, eran periódicos todavía en los primeros años del siglo XX. En la guerra civil rusa el ejército blanco asesinó a miles de judíos, no solo un pueblo herético que contaminaba a la santa madre Rusia, sino, encima, pródigo en intelectuales socialistas, como Axelrod y Martov, y que había dado a la revolución a dirigentes como Trotski, Kámenev, Zinóviev o Radek, el propio Marx era judío.
El sionismo se nutrió de las ideas nacionalistas del siglo XIX en su búsqueda de una patria para los judíos, pero si se incrementó la emigración a Palestina, inicialmente limitada, pactada y poco conflictiva, fue debido a la discriminación y la persecución que sufrían en Europa. Muy pocos emigran por amor a la aventura, tampoco es eso lo que mueve a los africanos y asiáticos que hoy pretenden cruzar las fronteras de la UE. Desde el inicio de los años treinta, el ascenso del nazismo, el fascismo y otros autoritarismos racistas en Europa aumentó radicalmente esa emigración. La convivencia entre árabes y judíos se hizo más difícil. En el periodo de la inmediata posguerra, el holocausto inclinó a más judíos a buscar un lugar seguro entre su propia gente. En 1947 la ONU aprobó el plan de partición de Palestina, pero cuando, al año siguiente, Israel declaró la independencia, fueron los árabes los que atacaron al nuevo Estado. La victoria israelí y el armisticio de 1949, dieron a los judíos mas territorio, el que finalmente sería reconocido y marca las fronteras del actual Estado de Israel, pero provocaron la nakba, el desplazamiento forzado de centenares de miles de palestinos, que llenaron de campos de refugiados los países vecinos. Es un problema que envenenó en el pasado las negociaciones de paz y que solo puede resolverse con la indemnización del Estado israelí a sus descendientes, hoy millones de personas. Es terrible tener que reconocer una limpieza étnica, pero el retorno de los refugiados a los hogares de sus ascendientes es tan imposible como el de los alemanes a Polonia o Kaliningrado, o de los polacos a Bielorrusia y Ucrania.
En el Estado de Israel viven cerca de nueve millones de personas, que tienen derecho a la seguridad. La paz solo puede venir del reconocimiento de ese hecho, como hace la OLP. Ahora bien, desde el asesinato de Isaac Rabin, en 1995, Israel no solo ha hecho muy poco por buscar una solución justa, sino que la derecha nacionalista del Likud y sus aliados ha buscado la anexión de Cisjordania con la política de asentamientos y la división política de los palestinos favoreciendo a Hamás frente a la OLP. Es una política criminal, que solo favorece que crezcan el resentimiento y el extremismo. La única alternativa que puede, a largo plazo, llevar la paz a Palestina consiste en la existencia de dos estados y el reconocimiento por parte de Israel de su deuda con los refugiados.
No hay duda de que se debe exigir a EEUU mayor ecuanimidad y firmeza con Israel, para conseguir que cumpla con las resoluciones de la ONU. Tampoco de que el pueblo palestino merece toda la solidaridad, que el sufrimiento de la población civil en Gaza es intolerable. Ahora bien, igual que no cabe la islamofobia, el antisemitismo es repugnante, especialmente con la historia que tenemos detrás los europeos y tiene la cristiandad entera. Cualquier persona bien informada sabe que son muchos los judíos que cuestionan tanto la política de Netanyahu como a los fanáticos extremistas religiosos, que cada vez se parecen más a sus rivales de Hamás o de los grupos yihadistas. No hay un pueblo que encarne el bien y otro que represente el mal, ambos viven las consecuencias de un pasado terrible y lo único razonable y éticamente admisible es apoyar a los que, desde uno y otro lado, buscan realmente la paz. La historia no justifica ningún crimen y la política no debe ampararlo, por eso resultan tan penosas algunas de las posiciones políticas que vemos estos días, o de los comentarios que se leen en ciertos medios. Los maniqueos lo tienen siempre todo muy claro, pero solo añaden veneno a las desgracias.
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