Los réditos del horror

OPINIÓN

Una familia retira los bienes de su casa en la franja de Gaza tras el ultimátum de Israel
Una familia retira los bienes de su casa en la franja de Gaza tras el ultimátum de Israel AHMED ZAKOT | REUTERS

17 oct 2023 . Actualizado a las 05:00 h.

Vivian Silver es una valiente activista de 74 años de la organización israelí Women Wage Peace, que tiene tras de sí toda una vida de lucha por la justicia social y por el entendimiento y la convivencia pacífica entre palestinos e israelíes. De origen canadiense, en 1974 se instaló en Israel con la voluntad de participar en la construcción de un país más equitativo, en el que las mujeres tuviesen un papel más destacado en todos los ámbitos y en el que la democracia plena, los derechos civiles, el pluralismo religioso y la consecución de la paz con los palestinos fuese una prioridad.

Eran tiempos en que la causa judía tenía entre sus promotores a personas que creían en la posibilidad de un Israel justo y abierto, que hoy parece una quimera, pero que en aquel momento suscitó el aliyá (el retorno a Israel de los judíos descendientes de la diáspora) de personas con convicciones progresistas, como Vivian. Llegada al territorio, con el tiempo fue directiva de organizaciones no gubernamentales comprometidas en dicha causa, como New Israel Fund y el Negev Institute for Strategies of Peace and Development.

Al final de su vida laboral, siguió siendo una prominente y reconocida activista, aún contemplando con amargura cómo el repliegue de la sociedad y de la política israelí, en manos del oportunismo de una derecha religiosa cada vez más radicalizada, alejaba su sueño de un Israel secular, moderno, integrador y capaz de construir una paz estable con Palestina. Pese a los múltiples motivos para la desesperanza, perseveraba y lo hacía igualmente de la mano de mujeres árabes con las que compartía un mismo ideal de paz y reconocimiento mutuo.

 Vivian residía en el kibutz Be’eri, cercano a la Franja de Gaza y está desaparecida desde el 7 de octubre. Probablemente se encuentra entre las decenas de civiles que han sido tomados como rehenes por las milicias de Hamas y la Yihad Islámica. Como en el resto de los casos, se desconoce su suerte, si siguen con vida, su estado de salud o su paradero. Se han producido repetidos llamamientos para su liberación incondicional, no sólo por las organizaciones internacionales o los países occidentales, también por muchas otras entidades de la sociedad civil global, incluidas las del mundo árabe.

Es imposible saber si Vivian Silver habrá podido conversar con sus captores, explicarle quién es y su visión conciliadora para superar el conflicto que, en esta paradoja cruel, la tiene en una situación extrema. Ojalá algún día pueda contarlo, pues su vida y su integridad física están en riesgo máximo. Especulando con esas conversaciones, es como poco dudoso que alguno de los milicianos que la tienen en su poder haya sabido apreciar cómo, con la acción armada sorpresiva, despiadada y de una barbarie ilimitada que han llevado a cabo, pueden haber acabado no sólo con la vida de más 1.400 israelíes, la mayoría civiles, sino también (durante un tiempo al menos) con la voz de la parte de la sociedad civil de Israel que cuestionaba la deriva autoritaria de su país, los impedimentos para una solución viable basada en dos Estados, y el sojuzgamiento de la población palestina bajo un régimen de apartheid (la propia asociación israelí B’Tselem, junto con organizaciones internacionales como Human Rights Watch y Amnistía Internacional, o el ex fiscal general de Israel, Michael Ben-Yair, así lo califican).

La familia de Vivian, la asociación en la que participaba y una parte de la sociedad israelí (minoritaria, posiblemente cohibida y crecientemente amenazada), de planteamientos parejos a los de la activista, se preguntan legítimamente cuál sería la situación si se hubiera apostado en todo este tiempo por la paz en lugar de debilitar de manera sostenida cualquier tentativa de acuerdo; si no se hubiese impedido con la constante colonización de Cisjordania, el levantamiento del muro o la asfixia financiera y política que se consolidasen las instituciones de la Autoridad Nacional Palestina (ANP); si se hubiese seguido consecuentemente el camino en su momento abierto con los Acuerdos de Oslo; si se hubiese evitado la dinámica competitiva y tóxica en la retórica de demonización y deshumanización del pueblo palestino, elevada a discurso oficial en estos días («animales humanos» los ha llamado el Ministro de Defensa, Yoav Gallant, al tiempo que anunciaba el bloqueo en el acceso a la electricidad o el agua).

La responsabilidad de las atrocidades de los grupos armados palestinos reside primeramente en ellos, pero quizá, en efecto, con políticas distintas, estaríamos ante un escenario que no pasase irremediablemente por la humillación constante a los palestinos, la guerra repetida, la violencia constante, el control de Gaza por Hamás (la debilidad cada vez más profunda de la ANP explica que desde 2007 haya perdido sin remisión la administración de ese territorio) y hasta seis conflictos armados en los últimos quince años entre Israel y las milicias palestinas de la Franja.

Ahora que asistimos a una escalada de la violencia de proporciones superiores a los episodios anteriores, la respuesta israelí que hemos visto estos días se basa en el uso desproporcionado de la fuerza, el crimen de guerra sistemático al atacar viviendas y edificios civiles y el castigo colectivo a la población de Gaza. Esto sucede ante la inacción del resto del mundo, incluido Egipto, que no permite el refugio de quienes desean huir de la guerra. Una omisión que constituye la certificación, en la práctica, de la desaparición de la comunidad internacional como tal.

Las esperanzas puestas en el fortalecimiento de las instituciones internacionales (globales o regionales) para adquirir capacidad de intervención y de maniobra, con los instrumentos del Derecho Internacional, ante los distintos conflictos y crisis de derechos humanos, se han esfumado en los últimos años. La sensación de desorden global y del imperio de la fuerza es cada vez más intensa y se une a la propia incomparecencia de la comunidad internacional para resolver, moderar los conflictos o encauzarlos a la negociación (el caso reciente de la limpieza étnica en Nagorno Karabaj, también lo demuestra).

La advertencia a más de un millón de personas para que evacúen la parte Norte de la Franja de Gaza (hacia el Sur de ésta, pues no hay otra alternativa posible), la eventual reocupación de una parte de ese territorio y la multiplicación en la población civil gazatí del sufrimiento padecido previamente por los israelíes, adquieren una dimensión superior en la vulneración de las reglas del Derecho Internacional humanitario. Mientras, el resto de potencias deja hacer, se limita a asumir como una fatalidad el sufrimiento de un pueblo mártir, o, peor aún apoya abiertamente la acción y criminaliza a quien cuestiona la represalia israelí; incluso en el Reino Unido o en Francia se limita el derecho de reunión y manifestación, o la propia utilización de la bandera palestina por quienes protestan.

La actuación militar consentida dará alas, en este y otros casos, a la utilización de la fuerza libre de cualquier restricción jurídica o limitación moral, con su consiguiente reproducción y la preparación de todos los actores, en todo conflicto, para cualquier escenario armado. Al tiempo, el cinismo superlativo y el doble estándar se convierte en la norma y no la excepción; sólo así se entiende que líderes occidentales apenas pongan un pero a la operación militar israelí o que, a su vez, el criminal Putin exprese su preocupación por las víctimas civiles en la densamente poblada Gaza, mientras practica con denuedo el crimen de guerra y prosigue su agresión en Ucrania.

Otra conclusión de este dramático momento es el aprovechamiento de la guerra por parte de quienes obtienen réditos políticos y estratégicos de ella. Algo está muy torcido cuando en las relaciones internacionales y en el contexto interno de cada país tiene más ventajas quien propicia las condiciones para el desencadenamiento de los conflictos, los alienta o los desata, que quien aboga por la resolución pacífica de las controversias. Probablemente en este caso, la derecha israelí haya salvado, por un tiempo, el profundo debate existente sobre la involución institucional en su país (paralizado el movimiento que cuestiona la reforma judicial y alertaba de las tendencias autoritarias de Netanyahu y sus socios de gobierno).

El papel del régimen iraní, cada día más implacable, al azuzar a las milicias palestinas en su furibundo ataque parece que ha sido determinante, queriendo demostrar así su capacidad desestabilizadora. Hamás o la Yihad Islámica incrementan su protagonismo demostrando impacto operativo y arrinconando todavía más a lo que queda de la ANP. Hezbolá adquiere más influencia regional como parte del conflicto con sus escaramuzas en el Norte.

Y, pese a la consternación que causarán las ya numerosas muertes palestinas (más de 2.600 al escribir estas líneas) y ver en Gaza las mismas escenas de destrucción urbana que en Alepo, quienes quieren negar el derecho del pueblo palestino a la existencia como sujeto político y descartan una solución de dos Estados encontrarán en este episodio argumentos reforzados para enterrar cualquier alternativa, justificar la colonización, y recomendar al resto del mundo «realismo» para pasar página suprimiendo a una de las partes del contencioso (elementos que nos suenan de otros conflictos cronificados, como el saharaui).

La comunidad internacional, a través de las organizaciones internacionales y de actuaciones concertadas de los países con influencia, puede despertar, hacerse acreedora de tal nombre, parar este conflicto y encontrar soluciones pacíficas para posibilitar la liberación de los rehenes israelíes, como Vivian. O puede dejar que el horror siga desplegándose sin tasa, asistiendo a una crisis de derechos humanos de gran magnitud y a la defunción definitiva de la diplomacia y la legalidad internacional.