«Estás a punto de empezar a leer la nueva novela de Italo Calvino…». De este modo provocadoramente interactivo comenzaba Si una noche de invierno un viajero, de, claro está, Italo Calvino, el gran escritor italiano de cuyo nacimiento se cumplen hoy cien años. Leí aquella novela cuando salió en español en 1980 en Narradores de hoy de Bruguera, apenas unos meses después de que se publicara en Italia. Trataba sobre el placer de leer, lo que, paradójicamente, era algo insólito en aquellos tiempos en los que se leía tanta y tan buena literatura.
En Si una noche de invierno un viajero, un lector que compra un ejemplar de Si una noche de invierno un viajero se encuentra con que, por un error en la encuadernación, cada capítulo es el comienzo de una novela distinta. Era algo que, en cierto modo, le había pasado al propio Calvino: quería escribir cada vez una novela distinta. Empezó contando su experiencia como joven partisano en la guerra mundial en el estilo del neorrealismo que promovía el Partido Comunista, al que se había afiliado. Pero luego abandonó ambas cosas, el partido (uno tiene la sospecha de que entonces muchos escritores italianos se unían al PCI para poder darse el gusto de dejarlo) y el neorrealismo, y empezó a escribir fábulas: un vizconde del siglo XVII al que una bala de cañón parte en dos mitades que viven vidas distintas (El vizconde demediado), un caballero medieval que no existe dentro de su armadura (El caballero inexistente), un barón francés que de niño se sube a un árbol y ya no se baja nunca (El barón rampante)… Los críticos decían que eran novelas en clave y que delataban al propio Calvino dividido por las dudas políticas, sintiéndose ignorado o por encima de la realidad social, respectivamente. Y quizás reflejaban algo de eso, pero nacían, sobre todo, del puro gusto por narrar. Eso, y su prosa cristalina, convirtieron esas tres novelas en típicas recomendaciones de lectura para los alumnos de instituto de finales del siglo pasado, aunque no sean lo mejor de su obra. Es más interesante el Calvino de madurez, que intenta llevar más lejos aún la idea de la literatura como juego, en libros a veces fallidos como El castillo de los destinos cruzados, que cuenta una historia con las cartas de la baraja, o en obras magistrales como Las ciudades invisibles, donde empieza como una conversación entre Marco Polo y Kublai Khan y termina siendo una gramática hecha a base de ciudades (es un libro de culto entre los estudiantes de arquitectura). Calvino, que escribió tanto sobre los clásicos, no escribió nunca sobre el Quijote, cuya segunda parte es el origen de esta concepción lúdica de la literatura, y yo creo que es porque se trataba de otro juego, uno en el que se sobreentendía que toda su obra era ya un comentario sobre Cervantes.
Calvino vino a España en 1984, a un congreso en Sevilla en el que se encontró con Borges. «Le reconocí por su silencio», le dijo el argentino, antes de que hablase. Luego Calvino se unió al cortejo fúnebre del torero Paquirri, que pasaba por allí, probablemente porque reconocía un buen final cuando lo veía. «¿Usted cree que toda historia debe tener un principio y un final?», pregunta un personaje de Si una noche de invierno un viajero, para añadir que solo hay dos finales posibles: la continuidad de la vida y la inevitabilidad de la muerte. El destino llevaría a Calvino al segundo final al año siguiente, repentinamente, en Siena. Estaba preparando una serie de conferencias sobre cómo se contarían historias en el siguiente milenio, que es este.
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