Leía hace dos o tres días una noticia sobre la creciente incidencia de las enfermedades mentales en niños y adolescentes y tropecé, entre otras muchas explicaciones, con una inesperada y durísima: por lo visto se va asentando entre ellos la idea de que nada vale la pena porque «no hay futuro». Un pesimismo radical que no se exploraba en el artículo y que, si es así, tendrá que ver con lo que les decimos en casa y en la escuela, pero sobre todo con lo que les hacemos. Esa mirada negativa espeja de algún modo la de los adultos. Y entre nosotros sí conviven un optimismo científico casi absurdo con un sentimiento apocalíptico creciente, de fin de etapa o mejor, como diría Javier Marías, de fin de recreo. Un recreo que ha durado ochenta años.
Pero el futuro no está escrito. Lo sabía bien un paisano al que me gustaba preguntarle cosas: «Manolo, ¿ganaremos esta tarde en Riazor?» Él acertaba siempre: «¡Ay, al final del partido se sabrá!». Y así con todo. El fin de semana pasado leí Megamenazas (Deusto), de Nouriel Roubini, que fue el único que pronosticó la crisis subprime en medio de las risas de sus colegas que empezaron a llamarle Doctor Fatalidad. Ahora lista diez grandes amenazas, presenta algunas como irreversibles y remite a dos posibles futuros: uno distópico, según él más probable y terrible, y otro utópico, más optimista, pero que requiere como condición básica un crecimiento anual sostenido del 5 o el 6 %. Todo lo fía, en el fondo, a que se logre la energía de fusión.
Pero también se ríe algo de sí mismo cuando cita a un entrenador de los Yankees de Nueva York que aclaró un buen día: «Es difícil hacer predicciones, en especial sobre el futuro».
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