Alberto Núñez Feijoo se llevó de calle el debate de investidura. Nadie estuvo mejor que él. Nadie apagó con más salero los faroles retóricos con los que quisieron rodearlo los acólitos de Sánchez que no se habían percatado de que los números del hemiciclo habían cambiado, que Sánchez ya no es el único gallo de gallinero, o de que la portavocía del PP había pasado de una suplente a un figura que este miércoles sorprendió a propios y extraños. Y Sánchez ya sabe que, si el Senado ya dejó de ser su ring preferido, porque tenía a Feijoo fuera de posición y castigado por un reglamento duro y aplicado por árbitros caseros, peor le va a ir en el Congreso, donde Gobierno y oposición están más nivelados que nunca, y donde Feijoo demostró volar sin las amargas pexas morales y políticas que pesan sobre la coalición más disparatada y de peor calidad de la historia.
Sánchez se dio cuenta de que la situación había cambiado a las cuatro de la tarde del martes, cuando, después de comprobar que su risa sardónica y despectiva no podía frenar los efectos del discurso matutino de Feijoo, y que las carcajadas forzadas que le suscitó la chulesca intervención de Óscar Puente tampoco surtían efecto, empezó a poner cara de marmolillo —así describió Felipe González al hierático presidente Calvo Sotelo— para ver como un implacable rodillo parlamentario pasaba con toda facilidad sobre el portavoz del PSOE, los dos portavoces de Sumar que destriparon en público los manejos de la amnistía, y le endilgaba a Pedro Sánchez la retórica chantajista que exhibieron ERC y Junts. Lo que el PSOE había planeado como la fiesta de la investidura fallida, empezó a ser aceite de ricino cuando Rufián y Nogueras empezaron a decir cosas tan lindas como estas: «la amnistía del 1 de octubre debe servir para que el 1 de octubre se vuelva a repe» (Rufián), y que «nos estamos buscando un parche para sacar a delante una investidura, que no es la nuestra, porque la única solución al conflicto de España con Cataluña es la autodeterminación». «Así se las ponían —dicen— a Felipe II».
Pero la mayor evidencia de que el Parlamento ha cambiado en forma y fondo está en las zurras inmisericordes que llevaron ayer por la mañana los intocables de Bildu y el PNV, a los que el PSOE trató siempre con guante de seda y sin atreverse a enfrentarlos con sus graves contradicciones y —en el caso de Bildu— aberrantes estrategias. El viejo escenario en que Sánchez las daba, el PP las llevaba, Vox se enseñaba y los demás iban de paseo «del puente a la alameda», se ha terminado.
Nunca fue tan cierto que el que perdió la votación ganó —de calle— el debate. Y nunca fue tan evidente que al que hasta ayer dominaba la posición y los números de los dos hemiciclos de las Cortes ha perdido la posición y tiene muy dudosos los números para un hipotético mandato que saliese de una segunda investidura. Como muy bien dijo Feijoo, «en este debate nos hemos retratado todos con nuestras palabras y nuestros silencios». El parlamentarismo ha vuelto, y no es pequeña novedad.
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