Hubiese estado bien escuchar a Pedro Sánchez, el hombre de mirada ausente cuya mano pellizca una mandíbula como de hormigón armado. Escuchar su voz, el continente de su voz, el contenido de su voz. No la voz del banderillero Puente. El tono de la voz de Pedro. Saber si Pedro está enfadado, saber si Pedro está contento. Sus explicaciones. Si a medida que pasan los minutos se queda afónico, si necesita agua para pasar el trago. Contar las veces que es insultado por los otros, las veces que es vitoreado por los unos. Comprobar qué hace la portavoz de Bildu mientras habla Pedro al rescate. Chequear qué hace Alberto Núñez Feijoo, el hombre de improbable investidura, mientras Pedro en funciones da la réplica: si resopla, si entorna los ojos, si los fija en el techo del Congreso. Escuchar, en fin, a Pedro diciendo toda la verdad y nada más que la verdad. Escucharle decir «donde dije digo, digo Puigdemont». Pero no. Solo el silencio. Que suena a que sí.
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