La gestión de Luis Rubiales como presidente de la RFEF estaba bajo sospecha. Pero esto no parecía poner su cargo en peligro. Su red de lealtades, organizadas entre el favor y el temor, parecían garantizar su continuidad al frente de la entidad rectora del fútbol español. El triunfo de la selección española femenina de fútbol solo podía beneficiarle y reforzar su posición: nada acalla más las críticas, especialmente en el ámbito deportivo, que el éxito.
Pero el éxito también puede favorecer el sentimiento de omnipotencia y la adoración de la propia personalidad. El éxito, aliado con el narcisismo, puede hacernos pensar que todo es posible y que la adversidad nunca nos alcanzará. Nada más lejos de la sabiduría clásica. Cuando un general celebraba un triunfo en la antigua Roma, se esperaba que se comportase con humildad y, durante el desfile, un esclavo a su espalda le recordaba continuamente que era un ser mortal. Los romanos sabían que la conciencia de finitud es el mejor antídoto frente a la exaltación del yo.
Luis Rubiales, borracho de euforia y de sentimiento de grandiosidad, ignoró esta verdad. Creyó que todo le estaba permitido. Comenzó por no adoptar un semblante institucional en el palco, para comportarse después como si encarnase una versión actualizada del padre totémico de la horda primitiva.
Si los actos se miden por sus consecuencias, hasta las últimas en producirse, ¿cómo interpretar la conducta de Luis Rubiales? No podemos pensar que el señor Rubiales no sea alguien inteligente. Tampoco que ignore los cambios civilizatorios en relación a la igualdad entre los sexos. Precisamente por todo eso, su conducta no puede calificarse, sin más, de una torpeza derivada de un momento de euforia y descontrol impulsivo. Por supuesto que esos elementos están presentes, pero hay manifestaciones de euforia que no tienen este previsible efecto de retorno.
Podemos pensar que Luis Rubiales es un inconsciente, pero me parece más acertado pensar que, como todos, tiene inconsciente. Pensar que todo le estaba permitido fue un acto sintomático de carácter autodestructivo. Como se suele decir, cavó su propia tumba. Logró, en un instante y de su propia mano, lo que las críticas a su gestión no habían conseguido. El efecto de retorno de su megalomanía fue la autodestrucción.
Comentarios