La historia no se repite, pero rima, dicen que dijo Mark Twain. Esto quiere decir que la historia es tanto una sucesión de cambios como una serie de insistencias. La historia es obstinada y da la matraca con los mismos temas. Ortega y Gasset decía que por eso cabe profetizar el futuro y saber de él tanto como entendemos del pasado y del presente. Ángel González recogió la idea comparando la historia con la morcilla de Asturias: «se hacen las dos con sangre, se repiten». Y es que después de las elecciones España tuvo un dejà vu, como si se respiraran aires de otros tiempos. Las derechas enmudecían de perplejidad (tenían la boca tan reseca que no les quedaba saliva para decir pucherazo), su prensa lacaya mareaba con desgana titulares insulsos, las oligarquías retenían sus proclamas y los canales de televisión bajaron los decibelios de sus alaridos. Mientras todo esto era así, flotó un ambiente distendido y adánico, como si realmente se fuese a construir un país y todo fuera posible. Era una sensación. No era una repetición de la transición, pero rimaba con ella.
La transición fue un momento político con al menos cuatro características. 1. Como todos los momentos transitorios, fue un momento de excepción, en el que por tiempo limitado aceptamos cosas que queremos quitar después. 2. Fue un momento de conciencia de tarea común, acuerdos y reparaciones. 3. El peligro, y hasta el miedo, fue el motivo de ese espíritu de comunidad y entendimiento. 4. Fue un proceso tutelado. Por definición, el proceso que debía llevar a la democracia no era democrático, había un batiburrillo de guardianes, amos del orden y fontaneros guardando papeles y sellando secretos. Todo el mundo aceptó que el proceso conduciría a una democracia liberal, unos porque lo deseaban y otros porque lo veían inevitable. Pero había riesgo de violencia, de golpe de estado y de conflicto civil, el terrorismo subía la presión en las cañerías. Había que hilar fino, nadie lo podía ganar todo. El proceso dejó porquería bajo la alfombra: 1. ni la monarquía fue transitoria para decidir después si se quería el sistema dinástico o el republicano, ni se desligó del todo la figura del Rey de su diseño franquista original (lo de Juan Carlos I tiene la hechura estrafalaria de dictadores bananeros); 2. no se tocaron la posición, influencia y finanzas de la oligarquía franquista; el proceso fue lampedusiano, cambiarlo todo para que no cambie nada; 3. no se tocaron los privilegios de la Iglesia, solo lo justo para que cupieran en un sistema occidental; 4. se amnistiaron los crímenes de la dictadura, pero en el sentido etimológico en que amnistía se relaciona con amnesia; no se perdonaron los crímenes, sino que se olvidaron, se eliminaron del relato, se hizo como que no habían existido.
Con todo, la transición condujo sin sangre a la democracia, al encaje internacional de España y a una cierta prosperidad. Ni el Rey, ni la bandera, ni el himno fueron en el imaginario popular símbolos tan indiscutibles como la transición. Como en todos los procesos en que se pretende instalar una creencia colectiva común, aparecieron sacerdotes y sumos pontífices, padres de la Constitución y protagonistas de la transición, que se sienten dueños de las ortodoxias y guardianes de las líneas rojas. Y, como todos los sacerdotes, tienen también sus monaguillos. Por cada Felipe González aparecieron varios Redondo Terreros. El secreto y el tutelaje no fueron transitorios. Aquí no fue antisistema lo que iba contra el sistema, sino lo que no guardaba la debida veneración a las jerarquías fácticas de la transición y no entraba en el juego de complicidades surgido entonces. Para entendernos, Podemos, que no planteó la nacionalización de la banca o la expropiación de la Iglesia, fue antisistema porque se ciscó en el espíritu de la transición y en sus sacerdotes. En cambio Vox, que violenta el espíritu y la letra de la Constitución, lo tienen por «constitucionalista» porque es leal con ese juego de apaños derivado de la transición.
Así llegamos a julio y al mantra de la transición: que los dos grandes partidos se pongan de acuerdo para gobernar, que sea la moderación el encuentro entre españoles y que los extremos sean solo colorante del panorama. Los sacerdotes, que no querían dejar de mangonear, y la tendencia lampedusiana de que no cambie nada por mucho que cambie todo fueron convirtiendo a la transición en un engrudo encolando piezas rígidas, que fueron dando a nuestra política un cierto aire de Restauración. Se podía votar, pero solo se podía decidir sobre márgenes cada vez más estrechos. En ese juego, el PSOE y el PP tienen un papel estructural orgánico, no importa lo que esté pasando. Es notable que se presente al PP como partido moderado y de estado, cuando intriga en Europa contra los fondos que evitaron la ruina de España, politizó hasta límites antidemocráticos al poder judicial, polariza y esparce odio con la misma inquina que cualquier dictador (¿no era para Franco comunista y masón todo el mundo?), normaliza la mentira y la manipulación y negocia con derechos básicos. Pero en la transición en formol que cultivan los sacerdotes, el papel del PP es de centro derecha, haga lo que haga y votemos lo que votemos. En 1812 el riosellano Agustín Argüelles, mostrando la famosa Constitución liberal, dijo: «españoles, aquí tenéis vuestra patria». Los sumos pontífices de la transición pretenden que nuestra patria sea, no la Constitución, sino la momia en que convirtieron a la transición.
Los primeros aires hasta la constitución de la Mesa del Parlamento rimaban con la transición antes de ser disecada. Como en la transición, hay un peligro: son las derechas claramente fuera de la democracia liberal, emergentes en toda Europa, con un régimen dictatorial ya consolidado en Polonia y Hungría y con una estrategia de ruptura de la convivencia ya madurado en el Partido Republicano de Trump. Se respiró, se respira, la misma necesidad de entenderse, de encajar piezas para mantener al país a salvo de oscuridades. Se sintió un tacto alegre cuando los números electorales dieron una oportunidad de mantenerse a salvo de esas fuerzas políticas, cuya victoria era anunciada por desokupas con el puño cerrado y caras de violencia demente. Enric Juliana hizo notar que es el primer parlamento sin outsiders, todos los grupos están en la política nacional. Como en la transición, hay tejidos que reparar y reencuentros que propiciar. La crisis de la deuda, la gestión despiadada del gobierno de Rajoy, el atropello de derechos y libertades que arrastramos desde entonces, la intentona secesionista que quebró la convivencia en Cataluña y de Cataluña con el resto de España, la invasión del poder judicial para tensar la represión de la revuelta y la locura de las guerras patrióticas fueron dejando una agenda llena de desajustes. Como en la transición, hay que entenderse y arreglarlo. No solo es Puigdemont. El rapero Hasél sigue en prisión, hay gente que pagó por la escandalosa ley mordaza aún no derogada, sigue siendo delito la injuria religiosa, hubo represión en los desahucios y en protestas laborales. Todo lo que se salió de la tolerancia democrática por leyes hechas en la calentura de conflictos debe restañarse. Social y territorialmente, España debe dejar de crujir y debe dejar ser un donut con Madrid como un agujero en el centro, por el que, debido a su tamaño, se va la cohesión territorial y social del país.
Esta sensación de transición desaparecerá un tiempo, porque ahora la escena es para Feijoo. Tuvo más votos que los demás y muchos más votos en contra que los demás. Aquel militar retirado dijo que, si no fuera por el dolor de espalda, querría fusilar a 26 millones de hijos de puta. Feijoo llamó Txapote a todo lo que no fuera PP y Vox y fueron demasiados millones de hijos de puta los que tiene en contra como para gobernar. El Rey no elegido se dejó llevar por la costumbre: la de los reyes no elegidos. Después la escena será para los hijos de puta y volverá a respirarse esta sensación de transición. Será transición contra transición. Los monaguillos andan buscando abajofirmantes que conozcan fuera de su casa.
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