Un buen número de periodistas comentaron en sus crónicas que había cierto ambiente de euforia en las filas del PSOE tras sacar adelante la elección de Francina Armengol como presidenta de la Mesa del Congreso. «Una gran victoria», decían, para Pedro Sánchez.
¿Euforia? Si se le echa una pensada razonable a lo que está sucediendo son muchos los sentimientos y sensaciones a los que podemos apelar, pero, ¿a la euforia? Lo de ayer fue la constatación de que España, ahora mismo, es rehén de Cataluña, con permiso de los vascos. Y la pauta no solo la marcan los independentistas catalanes. Ahí tenemos al PSC, que sigue el juego nacionalista y que tiene una influencia notable en el seno del PSOE. Y aún entendiendo que superar al bloque de la derecha pueda ser considerado un gran triunfo y, sobre todo, que verse una nueva legislatura en el Gobierno pueda ser una alegría, no se comprende que la delicada y débil situación desde la que se va a tener que gobernar pueda dar lugar a la euforia, salvo que se haya perdido todo sentido de la responsabilidad.
El precio para la Mesa del Congreso ha sido alto. Y no por que se hablen las lenguas cooficiales españolas por Europa adelante. Y tampoco porque se creen comisiones de investigación que intenten poner en evidencia al Estado español. Pero sí por eso que han denominado explorar la vía de la amnistía. Los soberanistas hacen un llamamiento a desjudicializar el conflicto político derivado del referendo ilegal del 2017. «El Estado se compromete con el fin de la represión relacionada con el 1-O contra el independentismo por las vías legales».
Pero Sánchez ya se puso colorado una vez con lo de los indultos y otra con la malversación. Qué más le da una tercera vergüenza jurídica. Desde el nacionalismo estiman en unos 4.000 los encausados por el procés. Y todos quedarán libres de cargos después de que los expertos juristas vestidos con toga socialista retuerzan lo que tengan que retorcer las leyes hasta conseguir que, legalmente, todos queden como si nunca se hubieran alzado contra el orden establecido y no se hubieran ciscado en las leyes que hasta hace poco se obligaba a cumplir a todos los españoles.
Ahora resulta que la política marrullera desata la euforia, que pensar que no hay barrera legal que no se pueda saltar con los jueces adecuados nos vuelve locos de alegría si ello nos permite alcanzar un sillón. Qué tristeza.
Lo cierto es que nos encaminamos a una segunda edición del Gobierno Frankenstein, en la que el PSOE no podrá ser el PSOE. Por un lado se escorará más a la izquierda de lo habitual con la presión de Sumar y, por otro, coqueteará con los nacionalismos periféricos tragándose sapo tras sapo para aguantar el mayor tiempo posible en una legislatura que promete ser de todo, menos edificante.
Hay quien dice que esto es lo que han decidido los electores. No es verdad. Pocos han votado para que los partidos renieguen de sus principios y para que abandonen toda ética de trabajo.
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