Gijón y Bilbao fueron de muchos parecidos: ciudades de curas jesuitas, antes muchos y hoy apenas; las fiestas patronales se llamaron con el nombre de la misma Virgen, la de Begoña; la afición a los toros y al bonito, a los marmitakos, fue enorme por ser poblaciones de pescadores del mismo Mar, el Cantábrico; y el Somió de aquí, que fue de ricos, recuerda al Neguri de allí, que sigue siéndolo. Tantos parecidos no ocultan diferencias importantes: Gijón tiene río, aunque sin puente colgante, Bilbao tiene ría y con puente colgante; Gijón es ciudad de peritos, a diferencia de Bilbao, que es de ingenieros. Y Bilbao tuvo novelistas que se sentaron en la Academia de la Lengua, Gijón tuvo a Juanele, con su perrita Linda, que, por ser historiador de la tauromaquia gijonesa, ni se sentó en la Real ni falta que le hizo. Y con ocasión de la Feria Taurina de Begoña, de agosto 2023, un recuerdo, aquí, al llamado «gijonés hasta el tuétano», hipérbole muy de gijoneses y bilbaínos.
Oviedo y Gijón fueron ciudades de afición taurina, como las demás ciudades del Norte de España, todas con plazas de un estilo neo/mudéjar, desde La Coruña a San Sebastián. Y si Gijón tuvo una feria taurina, la de agosto, Oviedo tuvo dos, una en el mes de mayo (La Ascensión) y otra en septiembre (San Mateo). Lo que siempre se dijo que en el Norte no había afición a los toros, no era verdad. Circunstancias políticas, la vinculación entre «fiesta de los toros», la «Fiesta nacional», con el franquismo, fue para los nacionalismos de la periferia determinante para tratar de acabar con ella en Barcelona y San Sebastián, y ello junto a razones no políticas, la brutal naturaleza del espectáculo.
Y para saber de toros deberían leerse los artículos de Eugenio Granell, titulados Añoranza del reino del torero famoso y Los toros y el arte.
I.- TOROS EN OVIEDO:
Un recuerdo lejano es el de una caseta de madera para anuncios y ventas taurinas, con banderas y banderines, cerca del monumento a Tartiere, en el Paseo de los Álamos (Campo de San Francisco), situado en paralelo a la calle Uría. No había Curro o Currito que no asistiese a las ferias ovetenses, viéndose desde verónicas del Romero a los saltos, como de batracio, de El Cordobés. Y subir hasta la Plaza de Toros, lejanísima, en Buenavista, era una peripecia. Se podía llegar en tranvía, de la línea Colloto-Buenavista, subiéndose a los topes en Uria o en Toreno; también se podía llegar en autobuses viejos, no municipales, con techos de lona, que, partiendo de la Uría, subían por la empinada Santa Cruz, girando luego a la derecha en Santa Susana, pues lo que sería más tarde la calle Calvo Sotelo estaba ocupada por las populares barracas de feriantes ambulantes, comenzando por las churrerías al costado mismo del Instituto Alfonso II.
En la subida, carca ya de la Plaza, se podía ver a la izquierda el imponente y gris cuartel de la entonces Policía Armada, del que salían Jeeps y Jeeps, que circulando por Muñoz Degraín y subiendo por San Esteban de las Cruces, iban, a principios de los años sesenta del siglo XX, a las Cuencas, a labores de su represivo oficio contra los mineros. Recuerdo que el profesor de Gimnasia en el Colegio de Los Maristas de Oviedo, era un elegante cabo de la Policía Armada, apellidado Muñoz, que vivía en lo alto del Cristo). Y en aquella subida, la de Buenavista, se podía coincidir con las comitivas de los toreros y cuadrillas que, en imponentes cochazos, unos desde el Hotel España, en Jovellanos, u otros desde el Hotel Principado, en San Francisco, iban a la subían a la Plaza. Una calle ésta, San Francisco, muy franquista por el Hotel, el preferido de doña Carmen, y el de la boda del hijo de Carrero en San Isidoro.
II.- TOROS EN GIJÓN:
Un recuerdo más cercano fue el de los toros en Gijón. Y aquí apunto que jamás me interesaron los lances, suertes, pases taurinos, el arrojar al ruedo almohadillas, no para apoyar cabezas sino culos, o el escuchar las músicas patrioteras de la banda de música. Lo que me interesó siempre fue el medio de transporte, el cómo llegar «a los toros». Nada más llegar al «Bibio» gijonés, en tranvía, iba veloz a ver la «cochera» de tranvías que existía enfrente. Reconozco la extraña fascinación por las «cocheras» de tranvías, los de Gijón en el «Bibio», de Oviedo en Pumarín, y de Avilés en el centro mismo.
En Gijón, por el alto precio de las entradas, entendí que a los mismos que se regalaban «Cestas de Navidad» de la acreditada tienda La Argentina, con latas de caviar y foie-gras, les regalasen en agosto «entradas para la Feria de Toros», pero sólo lo entendí a medias, pareciéndome «natural», por ser quién era, que la familia del Delegado de Hacienda fuera gratis a los toros, y menos natural me parecía que la familia del Comandante de Marina fuera también gratis. Cuando pregunté por esto último me explicaron que era porque los reclutas de la Comandancia eran todos enchufados y había que mantener el enchufe. Luego supe que los no enchufados iban al CIR de El Ferral del Bernesga, teniendo que soportar a los «picurris».
Lo de asistir a la feria gijonesa de Begoña, en el Bibio, era como ser de la élite; allí estaban los de Somió, antes más ricos que los de ahora; ellas, Manolas, iban adornadas con peinetas y claveles rojos y ellos con camisería blanca de Luis, con tienda en la calle Los Moros. Asomarse en palcos y barrera era antes asunto de presunción, y asomarse hoy puede ser de reivindicación o de militancia extrema. Y aparecer al día siguiente en papel de periódico era la acreditación mas relevante para probar ser de la élite gijonesa, casi como ser socio del Club de Golf de Castiello, del Club de Regatas, o llevar a los hijos a los jesuitas «inmaculados».
Por allí se vieron a muchos y muchas, a Rodrigo Rato, en sus tiempos de gloria y de La Pondala; a Sergio Marqués que alardeaba con puro y a Álvarez Cascos que tomaba nota, pues era cronista taurino con pseudónimo. Y mientras todo eso ocurría, las mulas negras, como gatos enlutados y espantadas por tanta muerte, arrastraban al toro muerto. Y me contaron que los carniceros locales y restauradores se forraban con lo del «rabo de toro», haciendo las delicias para que los tragones disfrutasen de los rabos, como si fuesen cocinados en El caballo rojo, el genuino, el de Córdoba. Y los que no tenían para «rabo de toro» se conformaban con «lengua de toro», aunque proveniente de sitios tan diferentes como son el culo y la cabeza del animal, comparten gelatinas. Un escritor antitaurino llego a escribir acerca del estofado del toro.
Los tiempos de ahora, ya lo dije, lo cambiaron todo, y donde antes era exhibición de «honorables gentleman y ladies, en asientos de sombra, hoy pudieran ser de escondite. Y no es lo mismo la excelencia de ir a la Fiesta taurina, después de haber estado en la procesión del Corpus Christi durante la mañana, caso de la imperial Toledo, que ir a los toros habiendo estado durante la mañana en la otra Feria, llamada de Muestras, muy ordinaria como son todas las ferias mercantiles.
La ovetense Ana, la del Consistorio gijonés de antes y efímera, quiso junto al comunista Aurelio cerrar El Bibio, pues sabido es que las izquierdas son antitaurinas (me remito a la 1ª Parte). Extrañamente me vino al recuerdo una familia que al mismo tiempo fue taurina y comunista. El taurófilo que es Andrés Amorós, en su libro Maestros y amigos (Forcola 2020), dedica el capítulo 9 a Luis Miguel Dominguín. En ese capitulo se cuenta, entre otras muchas, la siguiente anécdota entre Luis Miguel y Franco, en una cacería; al parecer éste preguntó al torero: «¿Cuál de sus hermanos es el comunista?» Y el torero contestó: «Los tres, los tres».
Añade Amorós, que Luis Miguel, amigo de Franco, a través de su hermano Domingo «ayudó a los comunistas españoles en la clandestinidad». Acaso también por ser Franco fervoroso taurino, los comunistas han de ser antitaurinos, siendo lo taurino ideología de derechas. ¿Le gustarían los toros a Stalin? El mismo Amorós se preguntó en su libro Diario Cultural (Espasa 1983): «¿Pueden interesar los toros a una persona culta, europea, con sensibilidad?» Y consta una frase poco conocida de García Lorca: «El toreo es, probablemente, la riqueza poética y vital mayor de España».
En ese mismo libro, que también se recuerda a quien fue Juan Cueto, el de Cuadernos del Norte, de la desaparecida Caja de Ahorros de Asturias y «desaparecidos» los Cuadernos, se dedica un capítulo a Antoñete, el sabor del toreo, que si no fue Antonio Chenel comunista, tampoco fue de las derechas. De Antoñete, el de mechón blanco y el de la madurez del clasicismo, escribió Amorós: «No importa que corte o no orejas, ni que le saquen a hombros. Toreando así, la gracia vence a la tragedia y los perfiles bárbaros de la Fiesta se redimen definitivamente en la belleza».
Y no tenemos más espacio para escribir de tantos y tantos caballos destripados y muertos por cuernos de los toros antes de lo del peto en la llamada «suerte de varas»; tampoco de Perico Beltrán y del lenguaje taurino. De Paco Nieva sólo diré que pensó mal de los toros en su furiosa obra teatral Coronada y el Toro y que poco escribió de lo taurino, aunque si un cuento titulado El burdel más bello del mundo.
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