A la Constitución le pasa como al Chicago Examiner, periódico de ficción de Primera Plana. El iracundo Walter abronca a Hildy porque en su artículo estrella no incluye el nombre del periódico. Irritado, Hildy le muestra a voces que sí sale el nombre del periódico y Walter truena: «¿Y quién diablos lee la segunda línea?» Un siglo después los lectores digitales bajaron aún más el tiempo de lectura. Se acabó aquella pachorra del periódico abierto con el cruasán y el café al lado. El dedo que toca la pantalla o mueve el ratón es nervioso y cambia muy rápido de humor y motivo. Lo que haya que decir hay que decirlo en 280 caracteres y, para que te hagan caso, con alguna expresión que se parezca a aquella mirada del Magistral que Clarín describía como una aguja en una almohada de plumas. Decía que a la Constitución le pasa algo parecido. En el artículo 128 dice que toda la riqueza del país, sea pública, de Florentino o de Amancio, está subordinada al interés general. ¿Pero quién diablos lee la segunda línea y, más aún, quién llega hasta el artículo 128? Lo que dice la Constitución en la primera línea es que España es una monarquía y es una nación indisoluble. La Constitución es lo que diga la primera línea, así que repitiendo vivas al Rey e interpretando desgarros diarios por la unidad de la patria ya se es constitucionalista. La democracia llega a las elecciones de mañana como el pez de El viejo y el mar, que de tanta dentellada de tanto tiburón llegó a puerto reducido a su enorme espina. Hungría y Polonia nos enseñan que la democracia puede llegar a cada elección reducida a su esqueleto.
Prueben a estirar y dar de sí a sus calcetines o sus jerséis y verán que no vuelven a su forma. Sumerjan un impermeable en agua y verán que después calará sin ofrecer resistencia a la lluvia. Las casas habitadas no se caen porque tienen mantenimiento, las deshabitadas se deterioran y se caen. Llegamos a las elecciones con la democracia dada de sí y deformada, empapada de barbarie, odio y mal gusto y donde ya calan sin resistencia la brutalidad y la grosería; y muy descuidada y sin mantenimiento, con los vientos autoritarios y fanáticos silbando por sus grietas. Salga lo que salga mañana, tendremos por delante una democracia llena de dentelladas y necesitada de reparación.
La mayoría tenemos la sensación de que la democracia y la UE están en juego en esta elección. Otra cosa es que nos esté pasando lo que ya consta que pasa a casi la tercera parte de los americanos: que empecemos a pensar que la democracia no es lo prioritario, que son más importantes otras cosas, con democracia o sin ella. La estupidez, la inmoralidad y el odio generalizados son el ambiente único en el que la gente apoya a los energúmenos trumpistas o bolsonaristas, fachas y partidos conservadores asimilados a sus maneras. Pero la gente común no es estúpida, inmoral y ponzoñosa. Tenemos que pensar en la estupidez, la inmoralidad y el odio como estados que alcanza cualquiera como reacción a unas circunstancias. Y hay que actuar sobre esas circunstancias. La democracia requiere luchar contra la bajeza moral y la lucha ha de consistir en una moral robustecida, en no tolerar pequeñas ni grandes quiebras de principios ampliamente debatidos y aceptados y en no retener expresiones de repugnancia ante lo repugnante (Txapote, serán gilipollas).
Los ruidos continuos llegan a no oírse por la costumbre. La infamia, a base de tolerarse y repetirse, llega a no irritar. Mencionemos algunas cosas que estamos tolerando. ETA en toda su historia mató a 864 personas; desde 2003 fueron asesinadas 1202 mujeres en crímenes machistas, es decir, por ser mujeres. ETA desapareció porque la sociedad y las principales fuerzas políticas se erizaban, repudiaban y se enfrentaban a sus crímenes. Las mujeres siguen muriendo porque la sociedad e importantes fuerzas políticas no se erizan, repudian y se enfrentan a esos crímenes. Así de simple. Las derechas negocian sus vidas para formar gobiernos, la Iglesia lleva tiempo vinculando esta violencia a la ideología de género (es decir, la igualdad), se toleran mofas en minutos de silencio por víctimas o se normalizan bufonadas machistas, siempre de la derecha, que van desde el insulto a la afrenta grave. Permitimos que un grupo ultra, legal y actuando a plena luz del día, asediara el domicilio de un vicepresidente y una ministra del Reino. Permitimos conspiraciones mafiosas de periódicos, jueces y policías corruptos (no patrióticos, corruptos) contra políticos de Podemos, y nos parece normal que García Castellón esté libre. Nos acostumbramos a dosis insufribles de corrupción, hasta el punto de poner como si tal cosa a González Trevijano en el Tribunal Constitucional para conspirar y pudrir las instituciones. Permitimos que de su mano la ultraderecha lograse que el TC declarara ilegal el estado de alarma, se pretendiera el estado de excepción con unos criterios que podrían activarlo ante una huelga general y que impidiera legislar al Parlamento. Venimos tolerando que las eléctricas sean un oligopolio que ahogue la competencia, hagan fullerías con los precios, sean corsarios de la distribución de energía, controlen los medios de comunicación y unten a ministros y cargos. En la emergencia de la guerra de Ucrania también les toleramos el desparpajo mafioso con el que se ponían por encima del Gobierno y del país. ¿Quién diablos lee el artículo 128 de la Constitución? Estamos tolerando la normalización de la brutalidad. No es solo en el lenguaje y en conatos violentos. Ahora permitimos que unos muchachotes uniformados de negro desfilen y hagan campaña, siempre para la derecha, exhibiendo puños, con caras rugientes y con consignas amenazadoras y racistas.
No se niega la corrupción ni se disimulan las mentiras. Se pretende la sensación de que todos son corruptos y todos mienten. En todas partes hay corrupción, pero solo en la derecha es sistémica y de banda. En todas partes hay mentiras, pero solo en la derecha es una táctica sistemática y solo la derecha crea verdaderas campañas de intoxicación. La más dolorosa es la de las okupaciones. Durante siglos la gente trabajó la tierra por sueldos de miseria para terratenientes que tenían todos los derechos. Ahora la gente trabaja para el dueño de su piso, que tiene también todos los derechos y que cada vez es poseedor de más pisos. En su día fue un clamor la reforma agraria y ahora es clamor la reforma de la vivienda. Bancos y fondos de inversión con sus medios de comunicación y las derechas desde sus bancadas activaron el bulo de que los dueños son gente humilde (alguno hay, claro) y los inquilinos son okupas a los que hay que dar hostias y empezaron con cuentos de miedo de un delito, el allanamiento, con cifras ridículas. La mentira se extiende por la mugre trumpista para todo el discurso y actividad política. No se trata solo de mentir sobre intenciones. Se trata de negar los hechos, como vimos hacer a Feijoo varias veces. Piensen cuántas de las cosas que saben pueden demostrar en un momento concreto. Prácticamente ninguna, si no están al lado del mar no pueden demostrar que el agua del mar es salada, cualquiera puede decir como Feijoo que él tiene otros datos. O decir que tu padre es terrorista. ¿Cómo podría yo mostrar que el mío no lo fue? Se trata de mover la política en la niebla, el ruido y el rumor alimentado por el prejuicio, el miedo y el odio. No son todos iguales. Si uno te quiere quitar el médico y otro quiere asegurártelo, el primero es el que necesita confusión y soltar tantas mentiras de golpe que te provoque esa parálisis de no saber por dónde empezar. Cuando lo sepas, el daño estará hecho.
En unas elecciones la izquierda tiene que denunciar, incluso cuando gobierna, pero tiene que ilusionar. Denuncia e ilusión son estas cosas difíciles de conjugar. La democracia está siendo atacada y este es un momento de resistencia. La resistencia empieza por la integridad, por no acostumbrarnos a la infamia y no contener la arcada ante lo repugnante. Gane quien gane mañana, esta es la tarea. Pero no porque todos sean iguales.
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