Hace unos 2.300 años, un tal Aristóteles, considerado como el padre fundador de la lógica, de la biología y del método científico, escribió que «los héroes olímpicos son aquellos que no malgastan sus fuerzas en un entrenamiento precoz y excesivo». Después de muchos años y muchos cambios en planes de estudio, gran parte de lo que él dedujo ha sido olvidado. La ciencia actual nos dice que tenía razón: la mayor parte de los deportistas con mayor éxito no se han dedicado a un único deporte demasiado precozmente. Más bien al contrario. El último ejemplo es Carlos Alcaraz. Ese prodigio que está rompiendo récords y moldes con su juego y su capacidad de adaptación a cualquier superficie y que es un paradigma de lo que debe hacerse y lo que hay que evitar. Si rascamos un poco la superficie, veremos que se trata de un chico que tuvo una infancia y adolescencia marcadas por la práctica de muchos deportes, por el mantenimiento de su entorno familiar y de sus amistades, con una planificación —por parte de su entrenador— que buscó protegerlo de demandas excesivas mientras su cuerpo (y probablemente, también su cabeza) no estaban preparados para soportarlas. Tal vez Juan Carlos Ferrero leyó a Aristóteles, o tal vez simplemente él y la familia de Carlos Alcaraz son sensatos, pero de lo que no hay duda es de que lo han hecho bien.
Es posible que el hecho de no abandonar su forma de vida habitual y desplazarse a otra ciudad, y de mantener a un único entrenador, a diferencia de lo que pasa en muchos otros deportes en los que vemos cómo se gestan muñecos y sueños rotos un día tras otro, hayan tenido una importancia capital en evitar quemar al chaval. Una prueba de ese entorno familiar y de su diversificación deportiva está en su gran afición por el ajedrez, que empezó a jugar con su abuelo y con el que incluso se planteó competir antes que con el tenis. De hecho, hasta este año, cuando sufrió la lesión de su músculo semimembranoso en la cara posterior del muslo y sufrió posteriormente una recaída, a pesar de ir aumentando cada vez más el número de horas de pista y la exigencia que implican los viajes, cambios de superficie, el estrés de la competición y las obligaciones para con sus espónsores, Alcaraz prácticamente no sabía lo que era estar lesionado.
Después de la lesión del músculo oblicuo abdominal que tuvo al final de la temporada 2022, el comienzo de la 2023 le sorprendió con una pequeña lesión en el semimembranoso del muslo derecho el día 6 de enero que le obligó a suspender su participación en el Open de Australia y que —aunque parecía resuelta— recidivó el 26 de febrero, encendiendo todas las alarmas. Afortunadamente, los agoreros no tuvieron razón. Sabemos que el factor de riesgo más importante para sufrir una lesión muscular es haber tenido otra previamente, y se planificó una recuperación más prolongada para intentar que no volviese a recaer. Esta actitud obliga a proteger al jugador y si tiene que perderse algún torneo, a no hacer un drama de ello. Vemos con demasiada frecuencia a niños lesionados a los que familia o entrenadores presionan para jugar un partido o un torneo sin ninguna trascendencia alegando que «son importantes para el equipo» o que «es una oportunidad», sin darse cuenta de que lo más frecuente es que esa actitud lleve, precisamente, al fracaso.
Las estadísticas son demoledoras en ese sentido: un porcentaje mínimo de los deportistas que destacan en la infancia o adolescencia alcanzan el éxito, y las posibilidades son mayores si practican varios deportes que si se centran únicamente en uno y, desde luego, si no se lesionan mientras aún están madurando. En el caso de Alcaraz, sus entrenadores cuentan que hasta los 15 años era «un tirillas». Con talento, pero sin un cuerpo capaz de soportar las exigencias de la competición desaforada. Por eso, estuvieron protegiéndolo, hasta que el estallido hormonal de la adolescencia permitió que pudiera desarrollar una musculatura suficiente con un entrenamiento bien adaptado. El resultado es evidente: un jugador potente, elástico, resistente y que se divierte en la pista. Y este último factor es, posiblemente, la clave para que muchas promesas no abandonen el deporte quemados antes de tiempo. Hay que permitir el juego y la diversión mientras se mejora, para que ese proyecto de deportista florezca y alcance su máxima expresión. Si se hace así, hay muchas más posibilidades de lograr un resultado no solo frutífero y de éxito, sino duradero. Por todas esas condiciones, y si no ocurre una desgraciada lesión, deberíamos tener campeón para mucho tiempo. Aristóteles debe estar sonriendo al ver a Carlitos (sir Charles, de ahora en adelante) flotar en la pista.
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