De 1999 conservo un recuerdo muy principal: el nacimiento de mi hija. Pero hay algún otro también. Uno de ellos se ha hecho un hueco con el paso del tiempo: fue el último año que acudí a un colegio electoral. Podría acotar los motivos con un único adjetivo: desesperanza. La esperanza fue huyendo de mí porque el principio sustantivo que anhelo es que la igualdad, en un contexto de desigualdad descomunal, fuera, en la medida de lo posible, e incluso pese a la utopía, limándose, superficialmente, pero limándose, para que los derechos más elementales de las personas no fueran pisoteados. Me bastaba. Porque una mayor limadura era, más que nada, un sueño.
Si bien el ánimo animó un tanto mi desánimo con Rodríguez Zapatero y sus leyes que nos otorgaron a todos, a todos, repito, porque incluyó a los excluidos, libertad para ser lo que cada uno es, situando a España a la cabeza del Mundo. Si bien ese ánimo empezó a animarme, la voracidad de los cárteles financieros, de los fondos buitres, del ladrillo, alto y largo, que nos cercó y nos arruinó, arruinó asimismo al Gobierno más humano que jamás tuvimos. Y la desesperanza me volvió, hasta el presente.
Opté en consecuencia seguir firme con la decisión tomada: no votar, amparándome en la ética más elemental: no dañar a nadie a sabiendas, y participar en los comicios suponía dañar a alguien, por ejemplo, a quienes nunca son rescatados de la miseria. En toda la geografía estatal no hubo un solo político que se parase a considerar a los miserables.
Entonces, por qué votar ahora, el 23-J. Porque ya no estamos en la dinámica de las desigualdades abisales, sin embargo plenamente vigentes. Porque las piezas blancas, que aplastan a las negras en el tablero universal, tienen un objetivo añadido en su acometida: «derogar» la democracia. Todavía más: la democracia no sólo está malherida, la democracia ya no es una opción. Y ello porque la aristocracia y la nobleza de las piezas blancas han logrado, como en el pasado, como siempre, convencer a sus peones de que todas las negras son el maligno, representado en nuestro caso por una ETA inexistente, un Bildu que no es ETA, los separatistas o los nuevos terroristas, los homosexuales, los trans, los inmigrantes pobres. Los pobres, que los ricos tienen visado.
Las capacidades intelectivas de los hombres no dan sorpresa. Contrariamente a lo que podría suponerse, aman la multitud, se apretujan con sencillas consignas de maledicencia contra quienes tratan de, ni más ni menos, preservar la democracia liberal, y solo liberal. El llamado retorcidamente «sanchismo» no es comunista, ni etarra, ni separatista. Una cosa es cometer errores; otra es el lodo que le arrojó en el debate del lunes pasado Feijoo a Sánchez. De esto se trata: de lodo. Pero quien echa lodo, además de ser él mismo y sus hooligans un lodazal, destruye el Estado de derecho. Lo anega.
Este lodo es aún más sucio de lo que parece. Este lodo esconde a un gallego que pasó tiempo viviendo la buena vida de los narcotraficantes, los que creaban adicción, enfermedad y muerte al pueblo. Un gallego que «sacrificó» cientos de vidas de sus conciudadanos enfermos hepáticos al negarles la medicación, durante meses, que les salvarían. Son unos maestros en el arte del enterramiento, con y sin lodo, estos salvapatrias. La única comunidad del país que, durante la pandemia, registró más muertes en las residencias de mayores que en los hospitales, fue el Madrid de Ayuso, premiada recientemente por tal hito, tal y como cabría esperar de otra gravísima enfermedad, la de la subcultura. Quienes no sacan la cabeza del barrizal creen vivir en la «verdad», y como en la «República» de Platón, de desencadenar a uno solo, o sea, sacarle la cabeza del barrizal, para que vea la luz directamente, no a través de las antorchas cavernarias, pedirá volver a sentarse frente a la pared, pedirá sumergirse de nuevo en el lodo. Esta historia se repite desde entonces.
Dijo Yolanda Díaz cuando presentó Sumar que en su campaña no se aludiría al miedo a los fascistas, sino que hablarían de los logros sociales del Ejecutivo progresista de los últimos años. Error. Eso fue lo que hizo el PSOE el 28-M y salió trasquilado. Porque enfrente se tiene al desalmado, al que elude hablar de programa, o tergiversan el del contrario porque es infame para los desfavorecidos, porque sus dardos van contra las personas y los hechos, y se parapetan en los Infundios (contradictoriamente el PP, además de pactar con Bildu, negoció con ETA y excarceló a más etarras que nadie, por ejemplo, y también negoció con los padres de Puigdemont y su camarilla) e injurias (la esposa de Pedro Sánchez controla el tráfico de drogas con Marruecos, pero, algo mucho más escandaloso, es una 'tortillera'), injurias espantosas que deberían ser juzgados en los tribunales. Cuando enfrente tenemos todo eso, sostenido por una siniestra trama mediática y una desmedida crueldad económica y política, enmarcada en una furibunda estrategia global, estamos en condiciones de aseverar que el parlamentarismo constitucional está en la diana de los enemigos de la razón kantiana, de la razón de la Ilustración, ya cercenada de raíz en 1823. Abandónese la incredulidad: es el retorno del Antiguo Régimen.
Así pues, por qué hay que acudir el próximo domingo a las mesas electorales:
a) Para detener al fascismo, que desde el siglo pasado no estuvo tan próximo a la victoria final. Es eslogan universal el «no pasarán» y, sin embargo, en Madrid pasaron antes y pasaron ahora, y en Castilla y León, y en Valencia, y en Baleares, y en Aragón, y en Extremadura, y en la Andalucía de Doñana y la Murcia del Mar Menor.
b) Para que los pobres y menos pobres no sean aplastados por el Capital de Sangre, que reduce lo público a la beneficencia.
c) Para que la Biblia no sea nuestro Corán, en el que, en un revelador versículo, reza: «Di a tus esposas e hijas que vistan sus mantos bien cerrados». Dicho con Nietzsche: «Sin crueldad no hay fiesta». No hay Fiesta Nacional, esa que reivindica permanente Sanz Montes, arzobispo de Oviedo, el fanático de Vox que acaba de arremeter contra la justicia social en una arenga a su rebaño que enloquecería al mismísimo Cristo. Aquí lo tienes, Francisco de Roma, aquí tienes al Anticristo.
d) Para darle una oportunidad al planeta. Aunque en realidad al planeta le da igual estar moribundo, o muerto. La oportunidad es para toda forma de ser y sentir.
e) Y, en fin, aunque Feijoo se va a alzar con la victoria, cuantos todavía conservamos, no ya el respeto por los demás, sino por uno mismo, que es el límite de los límites, acudamos a los colegios el domingo que viene para que aquél no acoja en su lecho de La Moncloa al Abascal del yugo y las flechas, porque él mismo, Feijoo, ha de ser frenado en las escalinatas de palacio por malaventurado. ¡Que no pasan, por Dios!
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