
El miércoles pasado mientras trabajaba desde la casa de San Román empecé a escuchar unos golpes a un balón, unos gritos, risas; luego más voces, algún taco, un conato de enfado y otra vez risas. Yo estaba escribiendo y no les veía, pero me era imposible dejar de escucharles, la cabeza se me iba a esos sonidos y las manos no tecleaban. Estaba más pendiente de lo que ocurría fuera que de lo que tenía que estar, quizá por mi carácter curioso, que es una manera intelectual de envolver el ser cotilla, dejé lo que estaba haciendo y busqué una ventana donde pudiera ver quiénes eran y qué estaba pasando.
Eran niños del pueblo, que la mayoría no viven aquí, pero pasan los veranos como yo hice y hago, que su familias o sus vidas están ligadas a San Román de una u otra manera. Niños que sin vivir aquí son y serán siempre de este lugar, por la libertad temprana, por el contacto directo con la naturaleza y los animales, por crecer juntos y experimentar el despertar a la vida a la vez, por todo esto y más. Pues ahí estaban, jugando en el prao de casa, porque a falta de alguien en esta casa que pueda jugar y disfrutar ahí como yo hice y a veces sigo haciendo, les dejamos que pasen y llenen todo de vida y alegría. Porque los niños pueden ser un problema y un coñazo, pero siempre son alborozo y diversión.
Me encontré, de repente, con la infancia recuperada. Fútbol y felicidad en estado puro: un balón, un prao y los amigos. De esto vengo y de retazos así se compone mi memoria sentimental. Y recordé aquella manera tan bonita que tuvo hace un tiempo, antes de buscar excusas para todo que no sirven para nada, que decía así: «El fútbol es una pelota y unos amigos». Y la importancia de esta casa y de este pueblo, donde empezó todo y acabará. Y el poco valor que le damos tantas veces a lo que de verdad importa, lo rápido que olvidamos y nos sumimos en la rutina del día a día.
Les dejé y seguí a lo mío, de fondo sus chillidos y sus goles, esa cagalera que es más importante que todas las finales de Champions de la historia. Jugaron hasta que se fue el sol. Supongo que luego se irían sus casas, sudorosos y cansados cenarían rápido, darían un beso a los padres que empieza a ser por compromiso y volverían a quedar para estirar las últimas horas del día, que siempre se acaba a la hora de volver a casa.
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