Se cumplen estos días 150 años de aquel pintoresco episodio que fue el Cantón de Cartagena, uno de esos hechos históricos que, para enfado de los historiadores, sobreviven más como chascarrillo que como drama, aunque drama lo hubo también. La historia requiere algo de contexto; lo que pasa es que el contexto es tan complicado como lo que debería explicar. En 1873 en España se había proclamado la República. Los republicanos se encontraban divididos en facciones irreconciliables, empezando por los «benevolentes» y los «intransigentes», cuyos maravillosos nombres eran, respectivamente, un eufemismo y una obviedad. El país se enfrentaba a una oleada de huelgas y a dos guerras simultáneas, una contra los carlistas en el norte y otra contra los mambises en Cuba, mientras que el Parlamento ardía a diario con discusiones sobre la forma que debería adquirir el «estado: si una república unitaria u otra federal basada en los reinos medievales, o si era mejor proclamar la independencia en cada pueblo y ciudad y ver luego quién se unía. Fue en estas circunstancias cuando el presidente Estanislao Figueras pronunció su inmortal frase: «Señores, voy a serles franco, estoy hasta los cojones de todos nosotros». Acto seguido, pretextando que se iba un momento a dar un paseo por El Retiro, cogió el primer tren para Francia.
Cartagena proclamó su independencia. Un cartero de profesión al frente de cuatrocientos hombres lo hizo saber izando la bandera roja en el castillo de Las Galeras, pero como no disponían de ninguna izaron la turca, que también es roja, aunque con una estrella y una media luna blancas. La leyenda quiere que, al saber que en la ciudad se reían de la ocurrencia, uno de los rebeldes se cortase las venas y la tiñese con su sangre. Otra versión sostiene que simplemente le dieron un remiendo. Hubo otras revueltas parecidas en todo el país, pero Cartagena era una fortaleza casi inexpugnable y allí duró más. Incluso contaba con una flota, con la que los insurrectos empezaron recorrer la costa para extender la revolución y recaudar fondos. Su ruta suena hoy a paquete turístico: Torrevieja, Águilas, Lorca…. En Motril se les recibió bien y les entregaron 160.000 reales, pero como la banda municipal no sabía otro himno, les tocó la Marcha Real. Los almerienses, en cambio, se negaron a pagar y la flota cartagenera bombardeó la ciudad. Luego, los sublevados decidieron emitir su propia moneda. Disponían de la plata de Mazarrón y de los talleres de calderería del Arsenal, que se convirtieron en ceca. El cuño lo hicieron los falsificadores que estaban presos en el penal, que eran unos artistas. Pero el cerco de la ciudad era inexorable y a los seis meses los rebeldes tuvieron que abordar uno de sus barcos para huir a Argelia. La ciudad quedó destruida por los bombardeos republicanos y la represión fue dura. La última iniciativa del Gobierno revolucionario había sido solicitar su ingreso en Estados Unidos. Hay historiadores que creen que el entonces presidente, Ulysses S. Grant, estudió la propuesta. Otros piensan que no se lo tomó en serio. En todo caso, no dio tiempo.
Yo tuve una vez en mi mano una de aquellas «monedas de Cartagena» que crearon los falsificadores del penal, y pude apreciar la «perfección del cuño» de la que habla Galdós en los Episodios Nacionales. En el anverso se leía «Revolución Cantonal» y en el reverso «Cartagena sitiada por los centralistas». Era como sostener en la mano la reliquia de un sueño a la vez romántico y absurdo, de los grandes ideales y la locura, si es que ambas cosas no son a veces lo mismo.
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