![Pedro Sánchez, el viernes en la presentación del programa del PSOE.](https://img.lavdg.com/sc/wKaX0xR-d8pPhUJT1RoDG-kTXKo=/480x/2023/07/08/00121688835365557223163/Foto/eup_20230707_111821228.jpg)
Si, en un país que apenas hace unos meses hubiese sufrido una pandemia con una gravedad no vista en un siglo y que, además, se hubiese visto afectado por un contexto global de guerra, inflación, ruptura de las cadenas de suministro y cambio de modelo energético, las cifras macroeconómicas y las políticas de cohesión social fuesen las de España, probablemente su Gobierno recibiría un respaldo electoral amplio por sobreponerse a ese trance, o eso nos dice la razón. En España, el crecimiento económico es superior al de los países del entorno europeo (incluso Alemania se encuentra en recesión), con revisiones al alza por todos los organismos internacionales (la OCDE, por ejemplo, lo estima en un 2,1% en 2023, el doble que la Eurozona). El último dato de IPC interanual (junio) es del 1,9%; es decir, la tensión inflacionista va a menos y comienza a subsanarse la pérdida de poder adquisitivo, gracias además al acuerdo entre patronal y sindicatos que prevé subidas salariales en la negociación colectiva (4% en 2023 y 3% en 2024 y 2025, a priori). El déficit público, disparado durante la pandemia, está en senda de contracción y se prevé que en 2024 vuelva al entorno del 3% del PIB que exigen las reglas fiscales comunitarias, en suspenso durante esta etapa excepcional. Y la deuda pública también empieza moderarse: del 120% del PIB en 2020 al 113% en el primer trimestre de 2023, muy elevada aún, pero en descenso. Hay más trabajadores afiliados a la Seguridad Social que nunca (20,8 millones en junio de 2023). Y el único dato de perspectiva verdaderamente preocupante para muchas familias, como es el encarecimiento de los préstamos hipotecarios de tipo variable por la subida de los tipos de interés (el Banco Central Europeo los ha incrementado desde el 0,5% al 4% en un año), todavía no ha tenido impacto en las ejecuciones hipotecarias que resulten del impago de préstamos. Según el Instituto Nacional de Estadística, las ejecuciones hipotecarias sobre viviendas en el primer trimestre de 2023 son un 31% menos que en el mismo trimestre de 2022, por lo que estamos a tiempo de adoptar medidas que amortigüen el problema, que todavía no se ha presentado con toda su virulencia. En suma, pese al enorme esfuerzo de gasto público realizado para sostener la estructura productiva y evitar el derrumbe social y pese al batacazo tremendo que nos dimos en 2020 (el PIB disminuyó un 11,3% en el peor año de la pandemia), la recuperación económica es total y los signos de crecimiento, empleo y salarios (con un Salario Mínimo Interprofesional que se ha incrementado un 47% en los últimos cinco años) son halagüeños. Tenemos bases sólidas, por lo tanto, para volver robustecer los servicios públicos y restañar las heridas sociales de este periodo, si queremos.
Cualquier gobierno, aupado por estos datos meritorios, se presentaría con total solvencia a una convocatoria electoral, con la satisfacción de haber cruzado con éxito el huracán. Pero la política no se rige por la mera matemática. Los estados de ánimo y la confianza no son resultados inmediatos de la gestión, hacen falta otros elementos para forjarlos. Habría que preguntarse qué ha pasado entre medias para que el presidente del Gobierno llegue a esta proceso, que ha adelantado abruptamente, bajo una fuerte sensación de cambio de ciclo, aparentemente inevitable, y con un desgaste enorme de su credibilidad. Posiblemente, más allá de la crítica al activismo de los medios de comunicación que le han hostigado durante este periodo, habría explicación en el personalismo que ha impregnado el discurso político y que el PSOE, desde la época de Zapatero, ha practicado con devoción, uniendo la suerte de la marca a la de la persona, que ahora cotiza a la baja. Aquella idea de que los líderes tenían equipos sólidos detrás, ministros de prestigio al frente de labores de gobierno durante etapas prolongadas, responsables orgánicos reconocidos y estructuras territoriales consistentes, ya es cosa del pasado. Los partidos son poco más que un conglomerado de cargos públicos e institucionales con base menguante. Y, salvo honrosas excepciones, los segundos espadas pasan desapercibidos como estrellas fugaces, no aportan sustancia al debate político (de este Gobierno, seamos honestos, sólo los independientes Calvino y Escrivá reflexionan seriamente y a largo plazo en público) y ni siquiera los muy militantes son capaces de citar la mitad de los miembros del Ejecutivo como harían con la alineación de su equipo favorito. De lo más acertado que ha dicho Feijoo en campaña (y no está siendo nada fino, por cierto) es que no nombrará a 22 ministros porque no se acordaría de sus nombres. En efecto, ser ministro o miembro de la Ejecutiva de un partido mayoritario es ahora, por lo común, una responsabilidad deslucida e insípida, cuando hace unos años significaba entrar en los libros de historia.
El caso es que, salvo remontada providencial, huele a cambio político y los réditos del ciclo económico positivo, de los fondos obtenidos de la Unión Europea en el Mecanismo de Recuperación y Resiliencia, y de la superación de los obstáculos que ha planteado la crisis inflacionista, podría recogerlos Feijoo y no sus artífices. Hasta aquí, el resultado electoral no sería más que la pacífica alternancia de un bipartidismo redivivo, si no fuese porque estos comicios tienen mucho de actualización de nuestro país a los vientos reaccionarios que dominan el ambiente. En efecto, España suele incorporarse tarde a las corrientes que vienen de los laboratorios políticos de las democracias occidentales (Italia y EEUU a la cabeza), pero éstas acaban por llegar. Ahora lo que viene es la posibilidad cierta de que el nacional populismo cope la agenda política y los titulares durante los próximos años. Lo que se juega es embarcarnos, como muchos de nuestros vecinos comunitarios, en un cuestionamiento permanente de la Unión Europea (y cuidado que, de tanto zarandear sus pilares, pueden quebrar); sumarnos a una cruzada contra la inmigración precisamente cuando necesitamos dinamismo y rejuvenecimiento poblacional; sumergirnos en una agitación identitaria permanente y opresiva cuando esta materia es enormemente sensible para la convivencia en España; ahondar en el deterioro de las libertades a lomos del autoritarismo antiliberal (que no es sólo patrimonio de la derecha, indudablemente, pero que ésta sabe practicar con desparpajo y éxito); establecer una relación convulsa con la realidad, que no desparece por mucho que se niegue (la conexión con las corrientes globales, el cambio climático y la crisis medioambiental) o se confronte con propuestas peligrosas o inviables (Vox propone un bloqueo naval, directamente, frente a la inmigración irregular, así que ya podemos comenzar a construir cientos de corbetas para ello); y, por supuesto, supone un cuestionamiento de la forma de vivir de cada uno cuando se sale del canon normativo, pues cada victoria reaccionaria en las guerras culturales que desata tiene ese efecto, desde los derechos sexuales y reproductivos hasta el respeto a la orientación sexual, pasando por la tolerancia a cualquier signo de diversidad y la propia concepción de la pertenencia a la comunidad (no hay más que escuchar la idea excluyente y obtusa que tiene Vox de la patria y de la nación).
El PP o al menos su discurso mayoritario, parece querer marcar distancias de esta deriva. Hace bien y, como partido estructural del sistema, en su apego a las convicciones democráticas estará la preservación de muchas cosas en los tiempos que pueden venir, entre ellas el respeto al pluralismo y a las libertades básicas. Pero otra de las tendencias que hemos visto en Europa (Italia, Francia, ahora Holanda ante el auge de los «agrarios», Polonia, Hungría, etc.), y de la que no estamos en absoluto vacunados, es que el centroderecha se deja fácilmente acogotar, entrando a competir con el nacional populismo, que gana primero en las prioridades políticas para acabar triunfando en las urnas, marginando las opciones moderadas, ya sea en el seno del propio partido mayoritario que se escora irremediablemente a la derecha populista hasta hacerse irreconocible (el Partido Republicano norteamericano, como exponente) o directamente con la sustitución por la nueva y auténtica enseña. Si el PP, ahora y dentro de unos años, resiste las tentaciones y aguanta la marea, está por ver. De momento, cede cuando lo necesita en ayuntamientos y gobiernos autonómicos parcelas enteras de poder en ámbitos que considera secundarios en términos de reparto de influencia (la cultura o el mundo rural, por ejemplo) pero que no lo son tanto; y cree que será Vox quien se acabe tragando sapos y padeciendo electoralmente como socio o aliado minoritario (lo que, efectivamente, a menudo sucede en España), pero no cuenta con que el ritmo de los tiempos a quien favorece es a su incómodo compañero de viaje.
Es cierto, por lo tanto, que las elecciones son determinantes; en verdad siempre lo son, pero más en este caso y no porque los candidatos nos quieran tener artificiosamente electrizados. Sin embargo, tocar a rebato en defensa de la democracia no funcionará por sí mismo (sería necesario recordar todos los días los muchos logros en el terreno más prosaico de la economía) porque ni todo el mundo tiene un sentimiento acendrado de defensa de los valores cívicos ni muchos entienden que las cosas vayan a ser tan diferentes. Pero, si vemos las enseñanzas de la historia, las involuciones también tienen su cocción y sus tiempos, no son sólo producto de golpes maestros de líderes oportunistas de discurso incendiario. Antes vienen precedidas de renuncias y fracasos de las opciones moderadas, de una decantación nacionalista de largo recorrido, de una desconfianza larvada hacia las minorías, de la exaltación de la fuerza resolutiva (una «vaga astronomía de pistolas inconcretas», nos recordaba Barrachina en el Teatro Campoamor, en el verso del Lorca recreado), de la resurrección de identidades primarias y, en los tiempos que vivimos, de lonas del odio que nos impiden olvidar el peligro latente y tangible de la reacción.
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