Días atrás, conocimos unos retales de las biografías de Abderrazak Mounib y de Ahmed Tommouhi. Ambos inmigrantes marroquíes, ambos condenados erróneamente por unas violaciones que no cometieron, víctimas de una perversa confabulación de factores: malas prácticas policiales (por ejemplo, unas ruedas de identificación tan chapuceras que debieron haber sido declaradas de nulo efecto probatorio); de desidias y automatismos judiciales (solo entendibles desde el terrible a priori de que ciertos individuos, acusados de según qué delitos, «es muy probable» que sean culpables); del error de la víctima en su complicado rol de testigo «privilegiado y único»; de la ausencia de informes técnicos competentes acerca del grado de credibilidad de tal testimonio; y, aunque de esto se habla menos, de la ausencia de una red de apoyo social que les hubiera proveído de medios para reivindicar su inocencia en tiempo y forma. Aun así, fue tan grosero el error, que la tenacidad de un periodista y una abogada altruista han sido suficiente para torcer el pulso inercial de una Administración de justicia tan lenta e ineficiente como terca y contumaz. A Ahmed le queda vida después de sus 15 años de prisión injusta. A Abderrazak no le queda nada: murió de pena y angustia, infarto mediante, en la misma cárcel en la que llevaba ocho años clamando a diario su inocencia. Es imposible analizar aquí todas las posibles fuentes de error en este tipo de supuestos. Pero centrémonos en una fuente; generoso manantial, más bien. Y descartemos aquellos casos en los que un testigo miente: engaña deliberadamente. Pensemos en testigos honestos y bienintencionados. Me proporciona algunos datos la doctora Herrero, brillante colega de la Universidad de Salamanca, pionera ella en la imprescindible tarea de enseñar procesos psicológicos básicos a estudiantes de Derecho; o sea, a futuros jueces y operadores jurídicos varios. Fíjense: tomando como fuente The National Registry of Exonerations de USA, el 45 % de las condenas erróneas por asesinato (algunas de ellas con pena de muerte asociada) fueron producto de identificaciones desacertadas por parte de testigos visuales, avaladas por el juez de turno. Estos jueces no hacen sino lo que todos: aplicar un sesgo de verosimilitud. Las personas acostumbramos a creer que lo que dicen los demás es cierto. En caso contrario, nos volveríamos todos locos de remate. Y si el que narra la acción y describe a sus protagonistas tuvo un papel activo en ello (una víctima de agresión), el prestigio de esa declaración para el oyente/juzgador, crece exponencialmente. Y si el testigo proclama estar bien seguro, mucho más. Pues bien, la modesta, tentativa y aproximativa ciencia psicológica, tiene algunas certezas al respecto. Por ejemplo: que un testigo exprese convicción y seguridad en sus recuerdos, no es garantía de nada. La correlación entre convicción subjetiva y precisión del recuerdo tiende a cero. Ojalá la memoria respondiese a las exigencias de la metáfora fotográfica: reproducción interna, fiel y rescatable, de una realidad exterior. Pues no es así. Ojalá, al menos, nos sirviera la metáfora del vídeo: tampoco. La grabación en vídeo, es eso, grabación del mundo exterior. En realidad, la mejor metáfora acerca de nuestra memoria de sucesos y personas es la del director de cine, en la etapa de montaje : selecciona, entresaca, mete flashbacks, corta, superpone, sustituye. Es decir, se monta «su propia película». El director y su montador, como el cerebro, odian el vacío y el desorden. Y rellenan y ordenan, y reordenan. Y, llegado el momento, esa película es lo que se testifica. Ojalá entiendan cada vez más, los policías que toman declaración, los fiscales, los abogados, los jueces, que hay que reducir esos márgenes de error. Y que hoy en día hay profesionales con una larga formación académica que pueden ayudar mucho a tan noble tarea. Eso sí. Hay que elegirlos bien.
¡Ah!, se me olvidaba: ¿saben qué?, según esa fuente de datos que les mencionaba, el 65 % de los acusados víctimas de esos errores eran negros. Ahmed y Abderrazak tampoco son blanquitos de Cuenca, precisamente. A ver si va a resultar que nuestra memoria, además de juguetona y peliculera, también tiene males ideológicos y sufre de prejuicios y estereotipos. Anda que si se equivoca selectivamente... ¡Vaya película! Pero esa ya sería harina de otro costal.