Desde que Prometeo robara el fuego celeste, símbolo del progreso técnico, para entregárselo a los humanos, nuestra creatividad parece ilimitada. La revolución cognitiva iniciada hace 70.000 años nos dejó solos imaginando algo nuevo donde antes no había nada. Sin embargo, dicen, ahora tenemos compañía. Mientras escribo esto, la inteligencia artificial crea textos, imágenes y vídeos, busca e interpreta documentos, elabora análisis sobre cualquier tema, escribe presentaciones...
Como el contenido liberado de la caja de Pandora, se expande a velocidad exponencial inquietando tanto como promete, por sus posibilidades inimaginables de cambiar el mundo.
El término inteligencia artificial (IA) nace en 1956 en una conferencia en el Dartmouth College para explicar cómo algunas «máquinas pensantes» simulan los procesos de la inteligencia humana. Desde entonces desconfiamos de ellas.
En España casi el 100 % de las aulas en primaria y secundaria disponen de internet y un 70 % de sistemas digitales interactivos, de un entorno virtual de aprendizaje y de servicios en la nube.
Esta digitalización está obligando a los docentes a un sobresfuerzo para gestionar la cultura de la instantaneidad del alumnado, propiciada por una búsqueda ansiosa de las respuestas sin una formulación reflexiva de las preguntas, que deriva en la pérdida constante de la atención y en el pensamiento fragmentado.
Si a esto añadimos 8 leyes educativas en 43 años de democracia, concluimos que estamos sin una brújula didáctica y normativa que nos evite gravitar en una burbuja de tecno entusiasmo desmedido, entre normas a extinguir y otras por elaborar.
Y en este escenario aparece el Chat GPT hace 8 meses, un sistema de IA generativa que crea contenidos originales de audio, texto o imágenes aprendiendo a identificar pautas en la información procesada.
Hablamos del crecimiento comercial más rápido de la historia. Dos meses después de su lanzamiento tenía 100 millones de usuarios y desataba una «carrera armamentística» entre Apple, Goggle, Microsoft, Meta y OpenAi para desarrollar en el 2024 «sistemas de aprendizaje inteligentes, adaptativos y personalizados» en escuelas y universidades de todo el mundo, por 6.000 millones de dólares. Estas empresas tecnológicas ven la educación como un inmenso laboratorio de pruebas y un mercado desregulado priorizando el negocio a la seguridad, mientras la primera ley europea sobre la IA se retrasa hasta el 2026, es decir, durante tres cursos escolares.
¿Qué hacemos?
Una premisa elemental. La norma regula el uso, no la tecnología. Necesitamos un marco reglamentario urgente y adecuado para adaptar la IA a las necesidades de estudiantes y docentes y no al contrario, garantizando su desarrollo ético, inclusivo y justo que evite la brecha tecnológica entre alumnado y entre centros educativos.
Por último, digámoslo claramente: preparemos a nuestros jóvenes para trabajar y vivir con la IA. Lo que estudian hoy lo olvidarán o se volverá irrelevante. Lo que importa es que aprendan a pensar con criterio propio, a vivir en sociedad y a conducir su vida. Esta es la indispensable inteligencia humana que seguirá siendo determinante para facilitar e interpretar cualquier contenido originado por la inteligencia artificial.
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