Sentado en la playa, me viene a la cabeza una buena escena de una película prescindible, Un franco, 14 pesetas. Dos emigrantes españoles, llegando en tren a Suiza en los años 60 del siglo pasado, comen un par de bocadillos que han sobrevivido al asco y la compasión del aduanero mientras admiran los Alpes a través de la ventanilla. Al terminarlos arrugan el papel grasiento del envoltorio y con total naturalidad lo tiran al suelo del vagón. Una anciana suiza contempla la escena desde el asiento vecino y sin decir nada se levanta, se agacha con dificultad, recoge los papeles del suelo y los deposita en la papelera. Lo extraordinario de la escena es la mirada perpleja que intercambian los dos españoles ante el gesto de la anciana, incapaces de entender el reproche frente a un acto normal en su país de origen en aquellos tiempos.
Son las diez de la mañana de un magnífico sábado de playa en el Cantábrico. La bajamar libera un arenal inmenso y solo algunos madrugadores pasean por la orilla. La playa está vacía y al llegar plantamos la sombrilla y las sillas en un sitio cualquiera. No han pasado cinco minutos cuando llegan dos parejas con niños y se instalan a escasos tres metros de nosotros, pese a tener todo el arenal a su disposición. Mi mujer y yo nos miramos, cogemos las sillas, la sombrilla, la nevera y los bártulos y nos alejamos veinte metros. Recuperado el silencio y el horizonte, dirijo la vista a las dos familias y es entonces, al ver cómo nos miran todavía, cuando me viene la escena del tren suizo de la emigración y los bocadillos.
Unas horas más tarde empieza a llenarse el arenal. Pese a que todas las ordenanzas municipales prohíben los juegos en la playa en proximidad de otras personas, el jugador playero campa a sus anchas. No hablo de niños sino de adultos infantilizados golpeando pelotas de todos los tamaños, con toda clase de utensilios o partes del cuerpo, al lado de la gente que pasea o toma el sol. Lo más asombroso es lo que sucede cuando alguna pelota se desvía y va a parar a la toalla o la cara de alguien. El jugador pide disculpas con gesto afectado y una vez recuperada la pelota sigue jugando en el mismo sitio. Si el incidente se repite, pide de nuevo perdón con idéntico ademán educado y continúa jugando. ¿Cuántas veces sería capaz de pedir perdón y seguir haciendo lo mismo cumplido el trámite?
Cuando a los molestos deportistas se les suman un grupo de jóvenes atronando con Bad Bunny desde un altavoz inalámbrico, asumo que ha llegado el momento de subir a casa. La cívica costumbre de oír música en la intimidad de unos auriculares ha sido sustituida por la sinvergonzonería de imponérsela a los demás en lugares públicos amplificándola en un altavoz portátil. Por vueltas que le doy no logro entender tanta indiferencia ante la posibilidad de molestar a los demás ¿Me habré convertido en una vieja suiza? Para completar la escena, en la orilla dos chicas se hacen videos de forma compulsiva perreando al ritmo de la música. Aunque la ruda sensualidad de sus poses sea la misma, fotógrafa y modelo intercambian el puesto de vez en cuando y detienen la sesión unos minutos para colgar los videos y comprobar el efecto entre sus seguidores de redes sociales, fieles incondicionales llenando la pantalla de emojis de admiración y gritos de «guapaaaaa, guapaaaa», como si fueran la Macarena en la calle Parras. Camino del destierro, vencido y de vuelta a casa cargando con la silla y la sombrilla, pienso en la ensaladilla rusa y la botella de Perlarena que me esperan en la nevera y ya se me pasa el disgusto.
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