Pues yo voy a votar a Vox, estoy harto de trabajar para que vengan los de fuera a aprovecharse. El parroquiano lo dijo alto y de un tirón, como soltándose de alguna amarra. Era la moral. La gente corriente no puede dar el paso de votar a Vox sin sentir que se le juzga la quiebra de líneas morales. Por eso lo dicen igual que en su día se sacaban un diente de leche, de un tirón. Y por eso parte de los argumentos de Vox no buscan convencer, sino dar coartada, calmar el hueco del diente recién arrancado, fidelizar al nuevo cliente. Abascal dice que retiran las banderas LGTBI porque la bandera de los homosexuales es la bandera española. La vida no se reduce a la cuestión sexual, la bandera que representa la vida entera es la española. Es como poner un apósito calmante en el hueco del diente, estoy harto de «los de fuera», pero no tengo nada contra los homosexuales. Todo en calma. Me imagino que, cuando vuelva a jugar el R. Madrid en El Molinón un partido de primera división, podremos prohibir ese fin de semana banderas del Madrid explicando que la bandera de los madridistas es la española, que su vida no se reduce a su pulsión futbolera. Sería la monda ver gruñir al Madrid por tener que llevar la bandera española.
Pedro Sánchez, con pulsera arcoíris e indumentaria de quivis civis, le dijo en la entrevista a Pablo (así lo llamaba) que la bandera arcoíris era una señal de espacio seguro para los homosexuales. Con buen juicio se preguntaba a continuación cuál podía ser entonces el único propósito de los que quitaban esa bandera. Rodrigo Cuevas había explicado por qué se sentía a gusto con los ancianos. Decía que, siendo homosexual, desarrollabas por la costumbre una percepción rápida de cuándo estás en espacio seguro y cuándo estás amenazado, y que la gente mayor era especialmente despreocupada y hasta cariñosa con él y su condición. Espacio seguro. Igual que los ruidos continuos llegan a no oírse, las palabras y expresiones manidas llegan también a no escucharse y a no decir nada. Cuando oímos colectivo LGTBI o derechos LGTBI, oímos a medias. Estamos hablando de personas normales que viven pendientes de las señales de estar en espacio seguro o de estar en riesgos de baja intensidad (mofas, gestos displicentes) o de alta intensidad (insultos, violencia física). Son personas normales que viven como los antílopes en la laguna del Serengueti, mirando de reojo si el felino tendrá hambre. No exagero. Me gusta oír conciertos cogiendo los hombros de mi mujer. ¿En cuántos sitios puede un gay tener gestos leves y manidos de cariño sin que algo sordo se espese a su alrededor? Odiar es un verbo que se hace intransitivo con facilidad. Una sociedad que se acostumbra a odiar a homosexuales se acostumbra a odiar a secas. Y el odio es buen negocio para ciertos contrabandos.
El prejuicio contra minorías es santo y seña de las ideologías que amenazan las democracias europeas. Ese odio cumple dos funciones necesarias para que la gente acepte dictaduras. La primera es que el prejuicio contra una minoría sea el nutriente de la represión de las mayorías. El odio a los gais condicionará mis maneras masculinas, en lo formal, lo familiar y lo social. El odio a «los de fuera» me obliga a ser ásperamente español, blanco y «normal», so pena de represión y rechazo. Los odios a minorías van normalizando pautas represivas para quienes no se conduzcan rígidamente según todas esas mayorías (racial, nacional, sexual, …) que definen lo normal. La solidaridad debería ser suficiente, pero no es cuestión de solidaridad. Se amenazan los derechos LGTBI y los de cualquier otra minoría para limitar los derechos de todos y normalizar la represión de todos. La segunda función es que sea la identidad simbólica, y no los hechos, lo que movilice las conductas. No sé nada de aquel parroquiano que de repente iba a votar a Vox. Daba la sensación de estar realmente harto. Puede que tuviera demasiado trabajo, puede que cobrase poco, puede que el contrato fuera precario, que el alquiler subiera o que no sintiera seguro su barrio. Estaba harto. El sistema autoritario necesita que no vuelque su hartazgo contra lo que le pasa ni contra las causas de lo que le pasa, sino que lo vuelque en la afirmación hosca y enérgica de su identidad. Y necesita que esa identidad simbólica, construida con los bulos que hagan falta, se reafirme contra amenazas imaginarias. No olvidemos que la afirmación identitaria es agradable, es mejor ser parte de algo mayor que uno mismo que ser un verso suelto machacado. Cualquier bulo que alimente esa sensación es fácilmente consumido.
El prejuicio contra los LGTBI fue sobre todo alimentado por la Iglesia, la precursora del lenguaje de odio en la vida pública. Benedicto XVI dijo que el matrimonio homosexual socava el porvenir de la humanidad, Suquía dijo desde la cumbre de la Conferencia Episcopal que el SIDA era una rebelión de la naturaleza por ser contravenida y desde distintos púlpitos y con acentos variados se dijo que la enfermedad de Zerolo era un castigo divino a su homosexualidad. Si los homosexuales comprometen el futuro de la humanidad, ¿qué es legítimo hacer para evitarlo, si ya Dios nos da pistas enviando un cáncer a Zerolo? El poder de la Iglesia en la conducta de la gente es que entra en su fibra íntima, no por la fe, sino por el miedo y la culpa. No se puede inculcar culpa con el precepto de no matar, porque la mayoría no matamos y no sentimos esa culpa. La culpa tiene que estar en lo que nos acompaña irremediablemente, el sexo y sus impulsos (el hambre no sirve, hay que comer para vivir) y por eso es prolija, oscura y morbosamente detallada la doctrina católica en materia de sexo, géneros, reproducción y amor (la católica es la que nos afecta, pero todas las religiones son parecidas en sus mecanismos de control). La moral de la Iglesia es aquí rígida y fieramente intolerante. Las descalificaciones de la Iglesia del divorcio, la igualdad o la homosexualidad alcanzaron un nivel de aversión y desprecio disparatados. Pueden comparar los anatemas apocalípticos de la Iglesia en esta materia con sus pronunciamientos sobre cualquier otro tema. Nunca oiremos palabras tan gruesas desde el obispado, por ejemplo, en los temas de la doctrina social de la Iglesia. Se trata de control de conductas y poder a través de tabús. La Iglesia tiene además una gran capacidad para anclar sus dogmas en tradiciones y confundir la lucha por derechos con un ataque a las tradiciones. Por eso es un acierto que el sentimiento al que se apelan los LGTBI por sus derechos sea el orgullo, la autoestima, la satisfacción no arrogante por la condición propia.
Los LGTBI son gente normal que tiene que valorar de manera ordinaria su seguridad, dónde pueden ser atacados (Interior detecta un aumento del 70% de ataques homófobos), dónde pueden ser visibles pero no espontáneos, dónde ofende su presencia y dónde pueden relajarse. Con lo que estamos oyendo, no debemos olvidar que las palabras de odio y prejuicio cuando hay violencia son parte de la violencia y no libertad de expresión. Colar prejuicios en las instituciones bajo el pretexto de tolerar todas las sensibilidades hace intolerante la convivencia. En Gijón recuperar la convivencia de los vecinos está consistiendo en aprovechar tradiciones para fundir y confundir el poder político y el eclesial, en toros, en más coches y menos aceras y en el esperpéntico veto a músicos que usen el asturiano. Todo es para que quepamos todos, homosexuales y homófobos, ecologistas y fanáticos del humo y el ruido. Quitar el asturiano supongo que será como quitar la cebolla en la tortilla de patata. Como nadie rechaza el castellano y a algunos les salen granos con el asturiano, pues mejor quitar el asturiano para que nadie esté mal a gusto. Todo por la convivencia. Pero por la grieta de la intolerancia se acaban yendo uno a uno los derechos de todos. El parroquiano harto no leyó la parte del programa que quiere derogar sus derechos laborales, mientras él cree estar reconquistando Granada.
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