Si, según cuenta Platón en el Menéxeno, el éxito de la democracia ateniense se debía a que el pueblo elegía a los mejores, a que exigía a los gobernantes ser hábiles y virtuosos, dos milenios largos después, las que poseemos se ven seriamente amenazadas por la inclinación creciente de los electores no solo a confiar en reaccionarios que desean destruirlas, sino a preferir a los más estúpidos e inmorales para el ejercicio de los cargos públicos. El fenómeno es especialmente alarmante en el continente americano, con apreciables excepciones, pero se extiende peligrosamente por Europa y el resto del mundo.
Sin duda, sería un grave anacronismo comparar a Estados Unidos y su alianza mundial con la liga ateniense de la época de Pericles, pero lo cierto es que, si la democracia imperial tose, las demás se resfrían y si, en vez de un brillante estadista como el alcmeónida, la encabeza un demagogo ignorante, su influencia puede ser tremendamente nociva. Las raíces de las extremas derechas europeas son antiguas y ya habían comenzado a tomar fuerza en algunos países antes de que Donald Trump se hiciese con la presidencia, pero el showman conservador las ha estimulado y, sobre todo, ha liberado de complejos a todos los idiotas del globo, que no sienten ningún pudor al manifestar su estupidez, unos como votantes y otros como repúblicos.
La peripecia de los documentos secretos sustraídos por el expresidente norteamericano corrobora que es un cretino y un irresponsable, el apoyo que continúa teniendo en las encuestas permite extender estos adjetivos a un porcentaje muy elevado de los habitantes de su país. Sus rivales en las primarias republicanas no se alejan mucho de sus planteamientos políticos, aunque no practiquen el histrionismo de forma tan notoria. Que la alternativa demócrata sea un Joe Biden que cada día da más muestras de senilidad, inspira poca confianza.
En cualquier caso, lo verdaderamente alarmante de este comienzo del siglo XXI es que el histrionismo y la indigencia mental, lejos de provocar rechazo, acumulen adhesiones. Lo sucedido con Vox en España es paradigmático. Lo razonable hubiera sido que la experiencia de Castilla y León hiciese reflexionar, al menos, a parte de su electorado, pero ni las elecciones municipales y regionales ni las últimas encuestas lo indican.
Una de las características del fascismo, que han heredado las extremas derechas actuales, es la bravuconería, que con frecuencia pone en evidencia tanto sus intentos de disimulo como a quienes muestran interés en edulcorar su imagen. En Castilla y León, las majaderías del señor García Gallardo, los peligrosos desatinos del señor Dueñas con la sanidad animal o la muy fascista fobia antisindical del consejero Veganzones anunciaban a quien quisiera verlo lo que implicaba incluir a Vox en un gobierno. Analistas, columnistas y editoriales de los medios derechistas madrileños continuaron mirando para otro lado y sosteniendo que, a diferencia de los aliados del PSOE, Vox es un partido demócrata y «constitucionalista». Los nuevos cargos que le ha entregado el PP en varias comunidades y ayuntamientos han dejado con las vergüenzas al descubierto a los blanqueadores.
Baleares, con un presidente del parlamento capaz de sostener que «las mujeres son más beligerantes que los hombres porque carecen de pene», ha puesto alto el listón, pero Valencia, con un torero admirador del Duce y el Caudillo al frente de la consejería de Cultura y el fallido nombramiento de un condenado por maltrato a su mujer, que, como premio, irá en las listas al Congreso en las elecciones de julio, tampoco se queda corta. Sobre este último, al señor Núñez Feijoo no se le ocurrió otra cosa que salir en su defensa recordando que es catedrático de Derecho Constitucional, como si los catedráticos no pudieran ser delincuentes, o nazis como Carl Schmitt, aunque este, no por ello menos temible, tuviese más peso intelectual que el señor Flores. Carente de definición ideológica y de estrategia, el PP de Núñez Feijoo ha intentado lavarse la cara permitiendo que la señora Guardiola, candidata a la presidencia de Extremadura, rechazase incluir a la ultraderecha en su gobierno, pero rápidamente saltó la Fox hispana mandándola «a fregar», buena muestra del feminismo de nuestra derecha.
El caso del señor Jiménez Losantos es curioso. Ideológicamente, su tinglado mediático, construido con la ayuda de Esperanza Aguirre y otros líderes de la derecha radical, recuerda a la Fox norteamericana, pero aquí no hace de altavoz de los trumpistas, les imparte doctrina e intenta dirigir a todas las derechas, tanto a Vox como al PP, que lo teme como a los demonios. Veremos si se impone en Extremadura o la señora Guardiola es capaz de mantener sus principios.
El cartelón de Vox en Madrid, en el que varios símbolos de movimientos sociales y políticos son arrojados a la basura, lo resume todo: nacionalismo, misoginia machista, homofobia, xenofobia, antiliberalismo. Son postulados que las modernas ultraderechas comparten con el fascismo, de donde proceden varios de sus dirigentes en España y en otros países europeos. Junto a ello, negación del cambio del clima, rechazo a las vacunas, antirracionalismo primario, hasta terraplanistas se encuentran en sus filas. La reiterada negación de la existencia de la violencia machista por numerosos cargos de Vox no es una anécdota, la violencia intrafamiliar es otra cosa, aunque el PP, acobardado, quiera disimularlo. Mucha ignorancia de la historia, mucha desinformación, poca sensibilidad y menos inteligencia hay que tener para votar a ese venenoso cóctel. Las amenazas que vierten contra los medios de comunicación críticos muestran cuál es su concepción de la libertad.
El desacreditado emperador de oriente, que acaba de sufrir la rebelión de su Alarico, los mercenarios siempre son peligrosos, se alinea con esas ideas, ha sido admirado por abascales, salvinis, le penes y orbanes ¿es eso lo que quieren los votantes de Vox para España, para Europa y para el mundo?
Vox es especialmente peligroso debido a la escasa solidez de los principios de la sedicente centroderecha española, de la derecha que se presenta como moderada. Se criticaron mucho los cambios de opinión del señor Sánchez sobre con quién estaría dispuesto a pactar, ahora se han multiplicado, desde Núñez Feijoo a Moriyón, pasando por multitud de dirigentes nacionales, regionales y locales del PP. Lo peor es que, incluso con muy poca representación, Vox ha conseguido lo que ha querido, hasta cambiar el lenguaje de esos sedicentes centristas. No ofrece apoyos desde fuera o a determinadas leyes, exige formar parte de los gobiernos y determinar su programa.
El caso de Gijón produce asombro, Foro no solo deja de promover la lengua asturiana. ¡El ayuntamiento que preside va a impedir que se utilice! Adiós regionalismo… La amenaza de Vox de prohibir el uso del asturiano en los espectáculos públicos es puro franquismo. El debate sobre la oficialidad puede dividir a la sociedad, pero el uso de la lengua es un derecho que reconoce cualquier demócrata y estoy seguro de que lo hace la inmensa mayoría de los gijoneses. Carmen Moriyón es la alcaldesa, no puede eludir su responsabilidad. ¿Va a tolerar esa violación franquista de la libertad por parte del ayuntamiento que preside? Bien está que el señor Pumares muestre en la Junta General que él no es de extrema derecha, pero eso no tapa las vergüenzas del pacto municipal gijonés.
Una de las muchas ventajas de la democracia es que un cambio de gobierno puede disgustar, pero no debe provocar miedo. El crecimiento de la extrema derecha cambia las cosas. Rusia, Hungría, incluso Polonia, a pesar de la fuerza de la oposición liberal, en el buen sentido del término, muestran que el camino desde la democracia al autoritarismo no está cerrado si los electores se dejan arrastrar por los cantos de sirena. El último gobierno del PP demostró las peligrosas trapacerías que se pueden realizar desde el ministerio del Interior. Fue un clásico de los fascismos del periodo de entreguerras y de los estalinismos de los años cuarenta: denme el control de la policía y de la justicia, pronto ejerceré el poder absoluto. ¿Ofrece este PP, aliado de Vox, que dice una cosa un día y la contraria al siguiente, ideológicamente indefinido y de natural autoritario, garantías de que contendrá el iliberalismo neofranquista?
El gran fracaso de las democracias reside en no saber cómo impedir que crezca la influencia de quienes quieren destruirlas. Lo que está sucediendo en Alemania es especialmente temible, pero la marea negra, o parda o azul, se extiende por toda Europa. La democracia convierte al pueblo en soberano, si, en vez de asumir sus virtudes, este decide elegir a los tiranos, su fin es inevitable.
Es evidente que hay motivos para el descontento, que los partidos tradicionales tienen su parte de culpa, pero hay alternativas dentro del marco que establecen los valores que la sociedad debía haber convertido en sagrados: democracia, libertad, igualdad, para todos y todas, y, no sería malo, fraternidad.
Los historiadores estudiarán las causas de este fenómeno, que ahora provoca sobre todo temor y desconcierto, como hacen con el ascenso de los fascismos justo hace un siglo, pero, para que podamos seguir viviendo en relativa prosperidad y con niveles razonables de libertad y dignidad, hay que detenerlo. Eso es lo que toca ahora y cada voto es imprescindible.
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