Uno de los fenómenos que nos definen colectivamente es el intercambio de ideas y la vocación de impregnarse del conocimiento de otros y la experiencia ajena. También, su envés, que es el rechazo a la novedad, hacia lo que se considera, erróneamente, lejano, y el prejuicio consiguiente; ese que, según Einstein, es más difícil de desintegrar que un átomo. En todo caso, los movimientos y las corrientes que se experimentan en un país o una región del globo, si tienen la fuerza y el impacto necesarios, y si corren la fortuna de que el momento histórico y las circunstancias faciliten su divulgación, suscitan el interés general, la recepción de la doctrina, la réplica o su adaptación. Todas las ideas son, por ello, hibridaciones, recomposiciones con viejos y nuevos materiales, en constante fusión y transformación. De ahí la genialidad y el asombro de la cultura humana y su transmisión (esa transferencia que puede quedar trastocada e irreconocible a medio plazo con la interrelación entre la inteligencia humana y la artificial, por cierto). Con las teorías políticas, el fenómeno es parejo, con mayor mestizaje y distorsión (a veces, temible), según las particularidades y acervo del entorno en el que germinen.
La generación a la que pertenezco creció bajo la convicción de que el avance de la democracia liberal, el fortalecimiento del Estado de Derecho y de las organizaciones internacionales y la apuesta por la cohesión social, ganarían terreno día a día en todo el mundo, como espejo en el que mirarse, en esa transferencia constante de pensamiento y acción. No es que se tratase de un avance ineluctable, como aquellos que vaticinaba el socialismo científico de primera hora, sino del fruto trabajado de la evolución social. Un producto último de la Ilustración y del progreso, al que contribuir y empujar, como conquista realizable. A pesar de todas las desgracias y calamidades, los logros democráticos, la resolución pactada de conflictos, los intentos de construir una comunidad internacional integrada, nos acompañaron a partir del fin de la Guerra Fría, durante una parte de nuestra vida, como sueño tangible. Las ideas que prendían en el espíritu y estimulaban las aspiraciones de los pueblos relativizaban las causas nacionales, amortiguaban las diferencias religiosas, étnicas y raciales desde la práctica del entendimiento y la tolerancia, y tenían por eje la promoción integral de los Derechos Humanos. Vimos a Europa del Este abrazar la democracia e integrarse en la Unión Europea; a América Latina caminar en procesos de paz muy sufridos pero con éxitos notables; el avance democrático en algunos países referentes de África; la desaparición del apartheid sin derramamiento de sangre; los acuerdos de Oslo entre Israel y Palestina; la resolución o encauzamiento de conflictos de larga duración en el mundo (desde Timor Oriental a Namibia, pasando por el contencioso norirlandés o las guerras civiles en Angola o Camboya, por poner algunos casos); y la esperanza de una modernización institucional y apertura de Rusia o China no eran, hace un cuarto de siglo, ninguna quimera, sino un programa político global posible. Cabía confiar en la aspiración humana a la libertad y en que sabríamos construir una globalización justa y sostenible, preparada para vencer a la pobreza y para la buena gobernanza mundial. Ese era, el del altermundialismo y la justicia global, el campo de batalla, cuando a partir de los primeros años de este siglo (se suele poner el atentado de las Torres Gemelas como punto de inflexión, pero hay antecedentes y hechos posteriores también determinantes, la Guerra de Iraq entre ellos), echamos el freno y pusimos las agujas a girar en sentido contrario.
El espejo en el que mirarse, la corriente a la que sumarse, ya no es, desde hace dos décadas, un modelo de democracia plena, integradora, promotora de los derechos sociales y abierta al mundo. El último intento de envergadura de rescatarla como ideal, superador de los regímenes dictatoriales y del atraso secular, lo protagonizaron los países de la ribera Sur del Mediterráneo, con las primaveras árabes. Abandonados y sofocados los intentos democráticos (ante la indiferencia o complicidad del mundo), los sistemas dictatoriales resultantes son probablemente más feroces que aquellos que se derribaron (como en Egipto y, cada vez más, en Túnez); la arrogancia de las enriquecidas monarquías feudales de la península arábiga es todavía mayor; las oligarquías gobernantes son menos tolerantes si cabe con la libre expresión y la disidencia (como sucede en Argelia o Marruecos); y, en algunos casos, los países se asfixian en los escombros de la guerra civil y el caos (Siria, Sudán o Libia) o padecen el olvido eterno de la comunidad internacional (Sahara occidental). La falta de determinación del mundo occidental en el apoyo a aquel proceso revolucionario, que bien podría haber alumbrado un avance sustancial hacia la democracia y un nuevo impulso para su consolidación y propagación, se paga con la frustración y la desesperanza, y con la sensación de oportunidad única perdida. Si el deseo de libertad se pisotea de manera inmisericorde en una región del mundo (a la que se otorga menos importancia de la que realmente tiene), y si es posible extinguirlo con una represión efectiva a gran escala, lo que se imita y lo que inspira no es el deseo emancipador, sino el método dictatorial y el miedo cerval que extiende. La crisis financiera de 2008-2013, el fundamentalismo religioso, el auge del autoritarismo a lomos de la pandemia, el trumpismo como estilo exitoso, el auge irrefrenable de la posverdad, la imposibilidad de una comunicación leal bajo el ruido de las redes, el nacionalismo identitario, han hecho el resto, en todo el planeta.
La imagen que nos devuelve el espejo es, también en Europa, cada vez menos halagüeña, con el nacional-populismo dominando gobiernos centrales en el devenir comunitario (con Italia como laboratorio y vanguardia), con creciente respaldo en las encuestas en Francia y Alemania; y dispuestos no a moderar sino a exacerbar su mensaje, desde sus viejas reivindicaciones territoriales (Fratelli d’Italia ya ha recordado sus pretensiones respecto de Istria, Fiume/Rijeka y Dalmacia, ahí es nada) hasta su indesmayable xenofobia, ahora construida sobre la teoría del «Gran Reemplazo», que Alfred Rosenberg firmaría sin dudarlo. Entre sus prioridades, incluyen, sin cortarse, el combate contra los Objetivos de Desarrollo Sostenible aprobados por Naciones Unidas en 2015, que consideran la quintaesencia del globalismo satánico, en lugar de un programa de mínimos en defensa de los intereses comunes que nos afectan a todos (aunque cerremos las fronteras y nos miremos el obligo). Una postura esotérica que sería hilarante (emparentan ideológicamente con los que protestaban contra Marina Abramovic en el Teatro Campoamor) si no fuese por la sorprendente fuerza que ha adquirido el mensaje conspiranoico y reaccionario que contiene, anudado a una exaltación nacionalista que no presagia nada bueno para experiencias de estabilidad y concordia como es la propia construcción europea.
Vivimos una carrera por ver quién se muestra más corajudo y determinado en su radicalidad, con una agresividad verbal que, en el espectro del centro-derecha, tiene acogotadas a las posiciones de corte liberal (término dañado en España por su apropiación indebida) o cristianodemócrata. En efecto, las posiciones moderadas, hasta ahora centrales en el sistema, corren el riesgo de ceder todo el protagonismo político y electoral a la derecha populista si no oponen su propio discurso, y ya es urgente que lo hagan. Si el reflejo que queremos obtener en Europa (y desde luego, en España) es el de las democracias iliberales y autoritarias, desprovistas del sentido de la justicia y la solidaridad, que persiguen sociedades cerradas y uniformes, de patrioterismo y fe cuasi obligatoria, no habrá referencia que proyectar para terceros países. Los modelos nacionalistas, esencialistas, dictatoriales, belicosos y desestabilizadores del mundo se verán reconfortados y definitivamente legitimados, a falta de todo referente alternativo.