Cuando éramos niños, al menos en aquella época y en barrios como el mío, nuestros juegos eran un poco brutos. Si el juego consistía en pillar a alguien, el momento en que se le atrapaba, entre la resistencia del pillado que intentaba zafarse con un último tirón y el afán opuesto del que pillaba en que no se le escapase la presa, era un trance de tal fogosidad que no era raro que la presa acabase arrastrada por el grijo del suelo (mi generación se crio con mercromina en las rodillas). Las madres solían desgañitarse porque el agarrón al jersey de la presa, mientras uno trataba de soltarse y otro de no soltar, estiraba y daba de sí la prenda. Cuando estiramos demasiado una prenda de vestir, pierde, como se dice ahora, resiliencia. Es decir, después de dada de sí, ya no recupera su forma original y se hace una vestimenta desaliñada. De esto va la guerra cultural que proclama a los cuatro vientos Espinosa de los Monteros. De esto va también la normalización de la brutalidad, ese paso que va de decir que Irene Montero está donde está por ser la mujer de Iglesias (insulto estándar) a decir que está donde está porque se la chupa a Iglesias (paso a la brutalidad).
Cuando dicen que el asesinato de mujeres por ser mujeres no existe; que la contaminación no nos afecta y que quieren más coches y más humos; cuando dicen con tonos variados que los homosexuales no son personas; cuando dicen que no tiene que haber reglas en las condiciones en que unas personas trabajan para otras; cuando dicen que hay que eliminar la seguridad social; cuando dicen que hay que quitar dinero a sindicatos, partidos y servicios públicos y dárselo a los toros y a la Iglesia; cuando niegan la historia de España y la validez de los conocimientos científicos; cuando dicen todas estas cosas y hacen campañas al respecto, la parte civilizada de la población responde con obviedades, puesto que de negar lo obvio se trataba. Pero cuando la gente civilizada restablece la obviedad pugnando con la barbarie, nota lo que se nota cuando se estira a lo bruto un jersey: que la democracia está dada de sí y no recupera su forma, que la convivencia está enrarecida y las convicciones más firmes están deformadas. La democracia se basa en que la gente vote para que los que mandan sean responsables ante ella; en el juego de contrapoderes para que se controlen de forma automática los límites de los que mandan; en los derechos de la población que son también formas automáticas de actuación en su protección e impulso; y en los servicios públicos que son las actuaciones que hacen efectivos los derechos de la población. A esto la ultraderecha no lo llama democracia, sino dictadura progre. Así la pueden atacar fingiendo que atacan a progres universitarios que van de guays. Porque la democracia está siendo atacada. Una parte grande de los más ricos se siente más segura en sistemas autoritarios y financia y asesora a sus peones de ultraderecha.
La democracia solo puede ser derribada desde dentro, con los votos de la gente. Y de eso va la guerra cultural, de hacer inseguras las convicciones de la gente para que la propia gente la derogue. En la inseguridad y la confusión hacen fortuna los peores contrabandos. Con la negación de lo obvio y con la brutalidad se estira y da de sí el tejido de la democracia. Para minar las convicciones de la gente, hay que empezar con un discurso libertario. Hay que ampliar la libertad y la tolerancia, hay que ampliar lo que consideremos legítima discrepancia. Una mayor tolerancia llevará a que el creacionismo y la evolución sean posturas igualmente respetables, aunque una de ellas sea la preferida de los científicos. Y así la evolución pasa a ser un punto de vista y, por tanto, «ideología». Y así incluirla en las clases de ciencias pasa a ser «adoctrinamiento». Y así sacar el adoctrinamiento de las aulas consistirá en prohibir hablar de Darwin en los institutos. Este es el abracadabra: el discurso libertario que amplía la tolerancia culmina con la censura. La máxima libertad se alcanza con la censura. Ya ocurre en EEUU. Ya hay centros donde los profesores tienen la obligación contractual de no hablar de Darwin. Es la guerra cultural en estado más avanzado. (Echen un vistazo al mensaje de Juan Pablo II a la Academia Pontificia de las Ciencias de 1996, donde habla de la evolución y, contraponiendo ciencia y sagradas escrituras, explica que «la verdad no puede contradecir a la verdad»).
Aquí estamos en otra fase. La que empezó fue la Iglesia, con el motor político de la derecha. Ahora la ultraderecha quiere esa libertad que consiste en censurar. La batalla la plantean en las escuelas e institutos públicos. El discurso es libertario. Pretenden que las convicciones comunes por las que se igualan en derechos y roles a hombres y mujeres, a personas de distintas razas o a personas de distinta tendencia sexual son opciones tan legítimas como otras y, por tanto, ideológicas. Todas las actuaciones en coeducación e igualdad serán adoctrinamiento. La Iglesia ya había patentado la exitosa etiqueta de «ideología de género». Llamar ideología de género al principio de igualdad de mujeres y hombres es lo mismo que llamar «ideología de raza» a no ser racista. Hablar contra el racismo sería entonces ideología de raza y el activismo antirracista sería manifestación de ideología de raza radical. Lo que estoy diciendo es una broma, pero lo de la ideología de género, que debería ser una broma, es tal cual. Los derechos de la mujer son ideología de género radical. La legítima igualdad de derechos de los homosexuales choca con la furia homófoba de la Iglesia, y así el mero hecho de que se diga que gente normal es gente normal pasa a ser ideología y adoctrinamiento. Cualquier educación sobre el sexo choca con los tabús de la Iglesia. Si quieren ver cuál es el primer contacto con el sexo de sus hijos, entren en muyzorras.com y solo lean los títulos de los vídeos. La Iglesia pretende que es adoctrinamiento letal que alguien más que esas páginas les hable de sexo.
La ultraderecha amplía el espectro a otros aspectos, como el medioambiental, y todo lo que cubre la dictadura progre, es decir, la democracia. Pero el motor son los tabús católicos. De momento quieren el derecho de censura católica para las actividades extraescolares (que ellos llaman de manera chistosa pin parental). Quieren provocar que los profesores se sientan en riesgo si programan talleres con estos contenidos que molestan a la Iglesia y el facherío. El procedimiento, recuerden, empieza con acentos libertarios: que los padres puedan decidir. Y rápidamente el profesorado siente el aliento de la censura. En cuanto se haga pasar por libertad de los padres lo que es censura, se avanzaría el mismo principio para la enseñanza reglada (la fase de muchos sitios de EEUU). Por supuesto, hablamos siempre de la enseñanza pública. En la privada y privada concertada el adoctrinamiento es su derecho y es libertad. Su sueño sería una enseñanza pública con censura católica y una enseñanza católica privada sin censura ni cortapisas pagada con fondos públicos.
Esto se está negociando estos días. El inteligente eslogan de derogar el sanchismo sugiere deshilachar un ovillo de cosas que incluyen aspectos básicos de la democracia, dando pasos hacia Hungría y Polonia. Allí vemos que esos primeros pasos que se dan con acentos libertarios acaban en dictadura y negación de derechos. (Por cierto, me llama la atención la parálisis estratégica del PSOE. ¿Qué esperan para lanzar el eslogan de «Más sanchismo, más progreso, más libertad». Así desinflarían el estribillo del PP y en el barullo se atribuirían injusta pero beneficiosamente muchos de los logros que debemos asociar con Podemos más menos Sumar). El estado está pagando la enseñanza con la que adoctrina la Iglesia y, con ella, las derechas. Quieren extender ese adoctrinamiento a la enseñanza pública mediante la censura católica. La gente no debe olvidar lo que hay detrás de la guerra cultural. Muchos de los más ricos quieren una dictadura a la húngara, no quieren una democracia y una población con derechos. Y soltaron los perros.
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