Hace unos años, Dani Mateo en televisión se sonó los mocos con la bandera nacional. El Gobierno de Valencia está a punto de nombrar a un torero de Vox como Consejero de Cultura. Está a punto, pues, de sonarse los mocos con la cultura. No es igual. Dani Mateo fue imputado en un juicio, porque quienes vieron una afrenta a la bandera creen que hay que emplumarlo, mientras que quienes vemos el nombramiento de Vicente Barrera como una burla deliberada a la cultura reaccionamos a la provocación, pero no creemos que haya que emplumar a nadie. Ni tampoco creemos que haya emplumar a Marta Sánchez por injuriar el himno nacional con mucha menos gracia que el gag de Dani Mateo. Me referí al próximo Consejero de Cultura en la primera mención como «torero de Vox», y no por su nombre propio, porque esas son las dos razones para ser nombrado Consejero de Cultura: que es de Vox y que es (fue) torero. Cuesta precisar qué es la cultura. Pero sabemos que el nombramiento de marras no es la reivindicación de «un tipo» diferente de cultura. Es un choteo de la cultura (digámoslo de momento en singular).
La cultura es escurridiza. Una de sus aristas es colectiva. Leo en La forma de la multitud, de Fernández Mallo, que nuestra forma de andar por la vida obedece a una alucinación pactada. Demos un rodeo de una línea para decir qué es esto. Apple está a punto de sacar unas gafas de alta tecnología. Con ellas puestas, ante mis ojos aparecerán datos sobre aquello que esté mirando, sea una catedral o un plato vegano. Pero son opacas, realmente lo que veo es una imagen en una pantalla que se corresponde con lo que vería al natural sin las gafas. Es un trasto de quita y pon, pero si fuera una parte de nuestro cuerpo, si solo viéramos en una pantalla la imagen del exterior, no podríamos estar seguros de si el exterior es como lo vemos o la pantalla nos lo muestra distorsionado. Fernández Mallo dice que así es nuestro cerebro, una caja cerrada que no puede verse a sí misma desde el exterior y no puede saber si procesa cosas reales o alucinaciones. Es la concordancia o discordancia con los demás lo que regula la sensación de normalidad. Por eso, si es una alucinación, es una alucinación pactada que puedo tratar como una certeza. Mis padres están enterrados en una tumba que no suelo visitar, porque no siento que haya nada en ella. Pero si una pandilla la rompiera, se meara en ella e hicieran una hoguera sobre los restos, los denunciaría porque me sentiría agredido. Convivo con una contradicción así sin sentirme un demente porque mi percepción encaja bien con la percepción de los demás. Siento que lo que tenga de alucinación no me hace raro, es parte de un pacto funcional. Ese tejido colectivo, comúnmente aprendido y compartido de datos, de expectativas de conducta, de sensibilidades y de percepción del mundo es la cultura de un sitio. Solo esos hilos compartidos y aprendidos hacen normal y adaptada la irracionalidad de sentir a la vez que no hay nada en una tumba y que hay algo que respetar en ella. La cultura es esa cosa colectiva por la que no caminamos entre zombis y nos sentimos parte de algo mayor que nosotros. Esta dimensión social de la cultura es la que permite hablar de cultura occidental y cosas así. Huelga decir que tiene filos que cortan. Esta dimensión de la cultura es la que se relaciona con esas dichosas idiosincrasias colectivas con las que se fabrican las máquinas mentales de la exclusión. A ella apelan quienes creen que Europa es blanca y cristiana o los que pretenden que quienes no se emocionen ante los toros, la caza y la bendición del obispo son cuerpos extraños ajenos a «nuestra cultura».
Pero también reservamos la palabra cultura para ciertas manifestaciones artísticas y de conocimiento que suponemos que ponen a la gente en contacto con formas elevadas de belleza y saberes que amplían e intensifican la vida cotidiana. A medida que llamamos cultura a manifestaciones más complejas de lo habitual, la cultura no se adquiere solo por crecer en un sitio que tiene sus hábitos y saberes acumulados, sino que se adquiere con adiestramiento y cierto esfuerzo, como sucede con el ejercicio físico. Se supone que el acceso a la música, literatura o ciencia mejora la calidad de nuestros días. Hay gente culta y estúpida y gente menos culta perspicaz y de buen sentido. Pero, como el dinero, la cultura estadísticamente da una ventaja. Por eso, una parte ordinaria de la gestión pública es esa nebulosa que llamamos cultura, que intenta poner orden, recursos y rumbo a patrimonios, tradiciones y creaciones y que intenta su explotación o protección y el acceso de la población. Una población con un tacto cotidiano de artes y conocimiento tiene más calidad de vida y mejor sentido de la convivencia. La cultura se resiste, desde luego, al singular. No hay nada más bobo que perorar cánones de belleza o corrección artística. Y gestionar la cultura siempre tiene algo de falsedad, incluso de kitsch, porque es como intentar señalar en qué acera y a qué hora te pondrás de buen humor o tendrás un acceso de melancolía. Pero si no se gestiona la gente no accedería a ella y se empobrecerían sus manifestaciones.
En Europa soplan vientos autoritarios populistas, con sus componentes habituales. La sociedad que pretende la ultraderecha no se parece a las democracias europeas habituales, con altas dosis de tolerancia, diversidad y hasta cotas añoradas de justicia social. Quieren sociedades más cercanas a dictaduras, más excluyentes y con más agresividad entre grupos humanos. La ultraderecha está contra la democracia y su trabajo consiste en subvertirla, sembrando odios, normalizando la mentira y haciendo el gamberro. Pero no se puede decir que se está contra la democracia. Lo que hacen es llamar izquierda y progrerío a la democracia, así parece que están truñando contra los progres. Quieren victorias simbólicas, «culturales». Históricamente son alérgicos a la cultura y el conocimiento y no es casualidad que nutran el negacionismo de todo tipo, es decir, la desconfianza en los canales ordinarios de circulación del conocimiento. En este contexto se burlan de la cultura con la bufonada de Valencia. Los aficionados a los toros pueden recitar nombres ilustres que históricamente se refieren a tal espectáculo como cultura y arte. Y quienes no sentimos ningún gusto por tales empeños podríamos citar una lista igual o más larga de detractores (desde Quevedo, nada menos). Lo único seguro viendo las dos listas es que es un espectáculo polémico desde siempre. No es una polémica levantada por ínfulas animalistas de alguna izquierda brilli brilli. Fue polémico desde siempre y por el mismo motivo. En las últimas décadas fue perdiendo público y fue resecándose la imagen de la fiesta como una manifestación ideológica conservadora y tosca (no siempre fue así), asociada a esa caricatura boba que pretenden pasar por España profunda, sacada de estereotipos de épocas de ignorancia y atraso. Por eso hay que pensar en lo de Valencia como una gamberrada zafia ultra.
En los pactos del PP con los ultras, los elementos más salientes, aparte de llenar los bolsillos de los ricos, son los simbólicos. Aquí mismo en Gijón, antes que nada, quieren toros y muchos coches, humo y ruido en el Muro. No se hace bandera de los toros aquí por tradición ni interés de la población. Se hace bandera por ideología, una manera bastante cutre de afirmarse. También es puro simbolismo la necedad de ir contracorriente y querer un Muro convertido en un atasco de tráfico. Es parte de la guerra «cultural». Tengo la sensación de que una mancha cada vez mayor de la derecha, cuando respira aire limpio, cree estar oliendo a sociedad progre y les entra ansiedad de humos y ruidos que los mantengan a salvo de ecolojetas y agenda 2030. El aire marino sin humos debe ser un gas progre. El sentido figurado y despectivo de «caspa» y «casposos» se refiere a la exhibición ruidosa y ostentosa de ese mal gusto y zafiedad que se rugen como autenticidad y sabiduría de al pan pan y al vino vino. Lo de Valencia anuncia una tormenta de caspa.
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